LA EVIDENCIA DEL FILME, de Jean-Luc Nancy

MIRAMIENTO, HABLAMIENTO Y OBSERVANCIA

 

Me pregunto si existen páginas no científicas dedicadas al estudio del pestañeo; cuántos ensayos literarios hay que nadie ha escrito, novelas, textos filosóficos, poemas acerca de la respiración, los tiritones, la pérdida del quicio o la cosquilla. En cambio sobre el acto de mirar es posible no sólo toparse con columnas permanentes en los diarios, secciones especializadas en las librerías, bibliotecas exclusivas, sino también con edificios enormes para sentarse a ver, espacios públicos ocupados con gente que mira, y una millonaria industria multinacional que no se detiene y que fabrica constantemente nuevos signos visuales para la partitura del inconsciente cotidiano de miles de personas: nuestra televisión y nuestro cine. Es difícil encontrar otra actividad refleja, involuntaria, irreflexiva del cuerpo humano que esté teniendo más efectos en el mundo que ocupamos. Quizá la escucha. Quizá la digestión. Quizá el sexo, pero no el acto sexual tanto como el deseo; el deseo que no se piensa, menos se enuncia y sólo dejamos estar ahí. En la mirada. La mirada era un acto físico involuntario, dice el filósofo francés Jean-Luc Nancy en La evidencia del filme, su ensayo dedicado al cine del iraní Abbas Kiarostami, pero con la práctica de hacer y ver cine –tras largos siglos de preparación con el dibujo, la pintura y, finalmente, la fotografía– se ha convertido en la superficie de la conciencia. Para ningún ser humano es imperceptible ni gratuito que alguien lo mire con deseo, con odio o con indiferencia, pero en occidente las connotaciones de una mirada se asumen como un asunto privado, parte de las concesiones que deben realizarse para convivir en el espacio público de la ciudad, otra represión individual necesaria para la vida social. En Japón debe ser distinto –por eso se visten de otra manera–, en el Sahara, en la Isla de Pascua y en la reducción mapuche. En los países islámicos, señala Nancy, toda mirada es una aproximación física, pública y elocuente hacia lo que miramos, y así como un occidental no puede experimentar la pérdida del poder de sus ojos mientras camina por un pasaje de Teherán sin arriesgarse a recibir un gritoneo para él y la pena de lapidación para la mujer joven que ha malmirado, sólo podemos acceder a mirar el mundo musulmán de manera nueva, con perspectiva distinta, en el encuadre y el plano que elige un cineasta como el iraní عباسکیارستمی, conocido para nosotros como Abbas Kiarostami. El filósofo bordelés Nancy llega a señalar estas observaciones siguiendo un camino bien distinto a mi chamullenta retórica santiaguina; entra y sale de la obra cinematográfica del teheranés en un análisis fragmentario y recursivo, aunque en su método de reflexionar a partir de la traducción del otro, de los títulos en iraní de la filmografía de Kiorastami y las diferencias entre la cámara y los sujetos que su objetivo imprime en el celuloide, resuena de manera tenue pero fundamental la diferencia de mirada que hay entre su discurso escolástico, el mío y el del cineasta: «Toda la película se inscribe en una evitación de la interioridad […] La imagen, entonces, no es la proyección de un sujeto, ni su representación, ni su fantasma: es ese afuera del mundo en que la mirada se pierde para encontrarse como mirada [regard], es decir, antes que nada, como miramiento [égard] con lo que está ahí, con lo que tiene lugar y continúa teniendo lugar».

           En base a sus observaciones a ¿Dónde está la casa de mi amigo?, Close up, Y la vida continúa, A través de los olivos, El sabor de las cerezas y El viento nos llevará, Nancy acuña el contraste entre «mirada», ese impulso occidental, ambiguo, escrupuloso, omnipresente, y «miramiento», un ocular acercamiento respetuoso hacia el otro, que incorpora la certeza de que hay personas y lugares que no pueden ser vistos por todos. La pregunta que queda entre líneas es por qué los seres humanos necesitamos en algunos casos –en sociedades teocéntricas como la iraní, por ejemplo– inventar leyes para normar un acto originalmente involuntario del cuerpo como el mirar, y luego la cuestión cotidiana de cuál es el sentido de esas leyes si la mujer seguirá pasando por una calle donde tres hombres «se la comen con la mirada». Siguiendo la argumentación de Nancy, un deber perdido por los occidentales es la toma de conocimiento de que nuestra mirada no es neutra; que, por más ligera e interior que sea su naturaleza, todo acto humano tiene consecuencia. La cámara de un cineasta sería la concreción de esa necesidad ética, incluso en un mundo donde mirar es mal mirado: la distancia entre mirada y miramiento en la cinematografía de Abbas Kiarostami –que hace tiempo ya fue aplaudido en los más sofisticadas salas de cine y ahora se ha vuelto materia de estudios académicos– cada vez que la proyectora se encienda seguirá exponiendo la oposición chirriante del camarógrafo hombre y la mujer que enfoca, de la filmación de personas vivas y la escenificación de la muerte, de las imágenes polvorientas del mundo antiguo (el Irán rural) y la limpieza contaminante del mundo industrializado (el Irán urbano).

           Hace algunos meses algunos de nosotros, como los iraníes del norte en 1990, fuimos seres insignificantes en un terremoto. Kiarostami tardó un año en tomar su cámara y salir a filmar, en Y la vida continúa, los mismos paisajes que casi un lustro antes había capturado en ¿Dónde está la casa de mi amigo? Las casas están derrumbadas, algunas personas han desaparecido, muy pocas lloran; pero la falta de histeria, la ausencia de desesperación es quizá efecto del equívoco entre documental y estrategias ficcionales con que el propio director toma distancia de su mirada por medio de un actor que en medio de los escombros juega a dirigir una película sobre otra película anterior. Este juego de traducciones se extiende al análisis de Nancy, a quien la certeza de que ficción y realidad son intercambiables convence de que la imagen debe dejar de ser considerada una entidad ideal, en base a la comparación que realiza entre el título original de la película en cuestión (La vida y nada más) y el de la traducción francesa y española que ya conocemos: «la imagen aquí no es una copia, un reflejo ni una proyección. No participa de esa realidad segunda, debilitada, incierta y peligrosa que una pesada tradición le confiere. Ni siquiera es aquello por medio de lo cual la vida continuaría: es, de manera mucho más profunda (pero esta profundidad es la superficie misma de la imagen), esto, que la vida continúa con la imagen, es decir, que se mantiene a sí misma más allá de sí misma, yendo hacia delante». En esa dirección, toda persona que trabaja con la mirada –quien sea que mire– debe saber que sus ojos son como una cámara que tiende a transformar al objeto en sujeto, y no al revés. Así se hace más grotesca aun la desvergüenza con que los trabajadores de la televisión chilena se acercaron a las imágenes del terremoto en Talca, en Concepción, en Talcahuano, en pueblos donde antes los veraneantes sólo iban a mirar el mar, no a las personas que estaban ahí; como en Iloca, donde el niño Víctor Díaz –convertido en el Zafrada, ícono de la compasión cruel ante la catástrofe, por falta de miramiento hacia sus maneras– le confiesa al insistente periodista que le gusta una compañera suya de la escuela. Le gusta porque es linda, pero sobre todo por su hablamiento. El niño Zafrada no sabe que su ojo también es una cámara de televisión. Observa la realidad que lo circunda con un modo desaprensivo, sin la conciencia del registro que luego le permitirá revisar una y cien veces lo que ha visto. Es capaz de escuchar el hablamiento en el habla que le gusta; en el decir de su amiga entrevé una manera singular de decir el mundo, un gesto propio para quedarse callado y enunciar eso que todos dicen tantas veces parecido como si fuera lo único, porque entonces la distancia entre ella y lo que dice se guarda, la palabra los acerca y ella lo toca en su propia locuela. Señala Nancy que la palabra película tiene la misma raíz que piel, y que film en inglés significó alguna vez «membrana». Un acercamiento verdaderamente superficial de la mirada debiera parecerse a tocarse, con esa delicadeza.

 

 

 

 

 


La evidencia del filme. El cine de Abbas Kiarostami. Jean-Luc Nancy. Errata Naturae Editores. Madrid, 2008.