LA AMANTE FASCISTA, de Alejandro Moreno Jashés

NOTAS PARA UNA AMANTE FASCISTA

Pienso en una teoría de la actuación. Una que eventualmente no tenga que ver con patrones a seguir. Que se alejara de la subsunción del actor a encarnar emocionalidades –el préstamo encubierto de experiencias para el otro de la escena–, a interpretar un rol, a estudiar el personaje, a ensayar formas, gestos, tonos de voz. Pienso en una teoría de la actuación que ponga en crisis al personaje, que manifieste una alteridad radical entre el actor y el personaje. Un agujero negro o un foso –la orquesta– entre aquel que es y aquel que comparece. O la falsa bambalina que esconde un nuevo escenario como en Protegerse del futuro de Christopher Marthaler, preparados así para espectrar la dislocación del cobijo de la butaca, la autarquía de la escena y el retiro de la bambalina.
        El uso impropio del fascismo en La amante fascista de Alejandro Moreno Jashés reside en la condición de extenuación y aniquilación a que el dramaturgo somete al personaje. Eso ocurre en la letra; Iris Rojas es sofocada, ahogada por una esquizofrenia inducida por la voz en off. Las voces, los mensajes silenciosos que se cuelan en el subconsciente, que mosquean al personaje, que lo atenazan, civilizan y entretienen con una orden, con una sugerencia, con su doble, conducen al episodio final del texto dramático, titulado “La amante fascista”, en que la autoridad de la escena –la continua voz en off como la melodía de las esferas, como el ruido de los automóviles en la autopista– arranca a Iris Rojas su confesión como si se tratara de una terapia sicoanalítica, y podemos observar los frágiles límites en que es posible el aparecer de la violencia: «Nunca me han tocado los oídos, salvo para ver cómo me quedaban los aros que continuamente me regalaba el Sr. Espina. Pero nadie me gritó tanto como para provocarme una lesión auditiva permanente, nadie me dio un solo golpe en la boca, nariz, pechos, cuello, rodillas y alguna otra parte sensible de mi cuerpo. Eso no era parte del juego, así que es imposible que eso sucediera. […] Yo jamás fui arrastrada por el suelo o arrojada por las escaleras». La violencia a su cuerpo –el cuerpo de Iris Rojas– sólo puede ser vista y expuesta como negación. Y la amante fascista aparecerá en la escritura como delación y exhibición del resultado pintoresco y desastroso de una subjetividad –una mujer– que si llega a ser víctima también es victimaria, un lugar intermedio, un cruce de creencias dispersas, dispares, insustanciales, pero a la vez profundamente arraigadas, y extrañamente coherentes, que por efectos conocidos para todos representan el Chile legado por la dictadura.
          Eso en la letra. En la escena la Urrutia arregla cuentas con el autoritarismo de la voz en off como única manera de contrarrestar los desniveles –el traumatismo y el delirio– de la amante fascista. Ni loca ni víctima, Iris Rojas cumple con la tarea de ser chilena en la cordillera, transformada en una mitología: en medio del desierto, la mujer-cabra subida a una loma, a una colina, arriba del plumavit que delimita la escena es el tótem que se hace uno con los restos de paisaje que aparecen como en una postal; tótem sometido al sacrificio de hacer patria en medio del desierto y la cordillera, expuesto al asedio metafísico del paisaje. Iris Rojas, la mujer cabra, cumple la orden de ser «chilena en la cordillera», protegiendo «la mercadería de una minoría indígena chilena ficticia».
          La indefensión, la fragilidad, así como la fuerza, la ordinariez, la cursilería y la ingenuidad –o la neurosis y el descontrol– en el lenguaje de la actriz muestran con humor que el conflicto que atraviesa la sique de este personaje es un conflicto de clases. Alejandro Moreno retoma este asunto «tan desdeñoso, tan añejo o anacrónico» a través del estallido del lugar común. El juego de La Oficina –sí, la oficina del Japening con Ja; esa especie de tortura frente a la pantalla para los niños y no tan niños de Chile– es uno de los múltiples pretextos, excusas y justificaciones de Iris Rojas para dar curso al parlamento –esto nos muestra la Urrutia– que es su vida: mujer de 31 años, casada con el Capitán de Ejército Ricardo Torres o Garay –alias Capitán Cornudo–, que está de servicio en Haití –picado brutalmente por los mosquitos– y que ha recorrido Chile sirviendo a la institución, viviendo de región en región: «he recorrido Chile embalando y desembalando […] Si el infierno existiera, para mí sería embalar toda la vida». El juego de La Oficina es una sátira cruel y grotesca del Chile que sobrevivía a la Dictadura, representado por marionetas sociales. La Urrutia –dentro de los mejores momentos de la escena– toma los parlamentos y se desdobla en todos los personajes de La Oficina, llevando la parodia a su exceso, exorcizando así las siniestras risas ochenteras –el humor negro, negro– adheridas en algún lugar de nuestra subconciencia.
           El estado paranoico de Iris Rojas la noche anterior al acto público en donde deberá subir a la tarima junto al señor Espina para inaugurar la feria artesanal del lugar refleja su temor más grande: ser pobre. Sin embargo, este acceso de paranoia es a la vez un ejercicio imaginario de la protagonista de pensarse como una mujer sola con tres niños, situación que activa un imaginario latente de temores sociales de aquella indeterminada, temerosa y veleidosa masa que vendría a ser la clase media, definida por su ideología más que por su condición material. Porque cuál es la condición material de la clase media: Iris rompe a patadas los electrodomésticos «por razones personales» –revelando los motivos con candidez y picardía en la escena–, tiene un hijo que ojalá no le salga maricón y es amante del señor Espina, su torturador. Esa noche Iris Rojas imagina a su doble, una mujer pobre con tres hijos, pero toca a su puerta una mujer que ha sido herida en un ojo mientras participaba en una manifestación. Su doble, su fantasma es –en cierto sentido previsible– una mujer comunista: «los maridos de las mujeres comunistas se aburrieron de verlas sin peinar, sin echarse algo de brillo en la boca, y las abandonaron». Y se permite ser políticamente incorrecta como una manera de exorcizar sus miedos: «Muertos hay en la paz y en la guerra. Desaparecidos hay en las casas donde viven mujeres que no se depilan». La paradoja es que Iris representa el lugar del desarraigo, y su condición nómade es precisamente la que contrarresta el temor al estancamiento, a la pobreza y a la enfermedad.
          El juego con los códigos y la activación del imaginario que La amante fascista repudia y desea se convierten en un desafío para la actriz. El lugar común es el sustrato para el humor como exorcismo de las creencias del personaje. Las alusiones que hace Iris a las canciones de Víctor Jara y de Los Huasos Quincheros muestran con candidez su ideología, pero en un nivel argumental, consciente, en la medida que se (auto)define por una negación: no-ser-mujer-comunista. Como contraparte, la pifia del personaje es su ingenuidad, ya no sabemos si auténtica o actuada, según nos sugiere la actriz –«Yo no he sufrido lesiones en las uñas mediante clavadura de alfileres, yataganes u otros objetos punzantes»–, pues dicha ingenuidad deja al descubierto los flancos de las ideologías. De tal modo el comunismo con su estética de la pobreza y el sufrimiento, y la derecha con su imaginería kitsch del patronazgo son usados por la amante fascista como máscaras en el escenario social: la tarima en donde la espera el señor Espina para el acto de inauguración. El dramaturgo, a través de la voz en off, nos muestra cómo la autoridad está metida hasta los últimos resquicios de ese cuerpo, que se multiplica en la escena. La batalla de clases ocurre en su iris, sigue hasta la córnea e invade todo su ojo. La rebelión del personaje, su sicosis, su paranoia es una radiografía de las marcas que deja el poder en los sujetos y que actúa, curiosa y paradójicamente, a través de la imitación de los discursos como parodia excedida.
          Los temores de Iris Rojas le impiden llegar a tiempo a la ceremonia presidida por el señor Espina, en donde ella, vestida con su uniforme, cortará la cinta. También llega tarde a La Oficina, donde interpretaría a Cintia Ortega, la reemplazante: «Quiero decir a quien me escuche que siempre me trataron como reina, aunque en el juego yo era secretaria casi siempre». Desorientada y abatida producto de sus propias imaginaciones, comienza su confesión como el revés de un discurso que muestra la violencia desde la negatividad, pero también como agotamiento de la imaginación. Las imaginaciones o imaginerías de la amante fascista son los velos que recubren la experiencia traumática.
          Un actor despojado de sus emociones daría como resultado un personaje capaz de encarnar a un actor. La pertenencia de la actriz a la escena, la multiplicación de la amante fascista en el campo proyectado en el fondo del telón muestra la alienación de ese personaje, ese actor que se extraña a sí mismo y de sí mismo. Quizá la despiadada conmoción de la escena sea que la amante fascista nunca deja de ser Urrutia, y que Urrutia no deja de ser la amante fascista. El oficio del cuerpo en las tablas, en las alturas, en los fondos de la voz en la escena, habría de hacer del cuerpo de la actriz un medio, un canal propio del extrañamiento. Un canal que lleve consigo el extrañamiento. Se trata, efectivamente, de una teoría, una abstracción: una utopía. El arte de las tablas –de los trastos– no tendría solvencia si no se entendiera a partir de una estética del actor y de la interpretación, una materia –un cuerpo– que sólo puede sucumbir al tráfago, al embate de la ficción, de la bruma de la escena y de los cerros pelados del norte de chile, cerros y lugares al parecer inexistentes, ficciones del espacio seco –demasiado metafísico– de un norte y sus fronteras.
          Vuelvo sobre una palabra desacreditada y relevada por otra más aséptica que ya nos tiene medio cansados –terapia–: la palabra es purgación. Más patética, corporal y humorística, la purgación alude al acierto de un actor que se altera con el personaje, que jugará con la amante fascista el juego del (auto)engaño como una manera de purgar las violencias que no pueden ser afirmadas ni contrarrestadas por la sujeto Iris Rojas: «Quiero decir a quien me escuche que siempre me trataron como reina, aunque en el juego yo era secretaria casi siempre. Se pasaron de piroperos y aduladores los varones de La Oficina cada vez que jugué a jugar pedir trabajo».
          La efectividad del purgante dependerá entonces de la determinación de un actor para sofocar, abandonar, recoger –e, hipotéticamente, restaurar– los miembros y los humores de un personaje pues, como podría sugerir un curandero, luego de la purga es necesario que el cuerpo se reponga olvidándose de sí mismo por un momento prudente.


 


La amante fascista. Alejandro Moreno Jashés. Sangría Editora. Santiago, 2011.