UNA CAMINATA LEJOS DEL INFIERNO
En la primera parte de la novela de Eileen Myles Inferno (a poet’s novel), la narradora –Leena, Ei o Eileen– nos habla de su llegada a Nueva York. Joven, sin dinero, sin estudios suficientes para una persona blanca en Estados Unidos, llega hasta un barrio que difícilmente se podría reconocer hoy entre estos vestidos costosos, arriendos elevados y a casi treinta años de la limpieza de la ciudad. En el lado Este de una pequeña aldea que ocupa un lugar demasiado grande en la imaginación literaria y fílmica del mundo se gesta una literatura salvaje, fuera de la cadencia preciosista con que a veces el inglés poético invade nuestros oídos extranjeros. Los episodios se encadenan desde la infancia de la poeta en Boston, donde una profesora de hermosos senos en una escuela católica le encomienda a los estudiantes escribir su propio infierno à la Dante. La novela describe esa formación de manera errática; se trata, pues, de una voz educada en la escena literaria neoyorquina, económicamente titubeante y que experimenta con distintas formas artísticas y sexuales; para Eileen todo eso converge en un lesbianismo que ella misma llama tardío –a los 27 años. La contratapa ya nos advierte que este libro encaja bien en la categoría de novela de formación, donde voz literaria y sexualidad se descubren simultáneamente. Pero esta novela es también una gesta sobre lecturas, sobre apropiaciones y reescritura, sobre influencias asistemáticas, sobre la plata, la sobrevivencia y la pervivencia de una obra literaria.
Recién llegada a la parte Este de la isla, Leena recibe una oferta de una conocida de su hermano para que obtengan dinero de unos hombres de negocios, de esos que siempre abundan en estas manzanas, para acompañarlos a pasarlo bien en su paso fugaz por la ciudad. Hacia el final de la noche, cuando debe cerrarse el trato, la narradora –todavía no se ha convertido en una poeta–, después de un sexo distante y poco satisfactorio, compasiva frente al hombre de mediana edad, no es capaz de exigir su dinero; es una declaración de intenciones sobre la existencia como un arte que no dependa de la transa económica. En las dos primeras partes de la novela la escritura de Myles no deja de pensar en la relación entre arte y dinero. Toda una sección, la segunda, se presenta en la forma de una postulación a una beca, un texto por el cual debe convencer a unos burócratas con plata de que su proyecto poético es relevante. Pronto el lenguaje directo y entrecortado de Myles hace explotar esa burocracia –cuántos de nosotros hemos debido explicar un proyecto de novela, cuento, poesía o ensayo que después algún colega de uno con más estómago para la conversación reverencial, para lo espurio y el bistec, evalúa calculadoramente– hilvanando un argumento sobre el movimiento de las afectividades, íntimamente ligado a la escena de una cierta escena de la poesía y su performance. Este purgatorio –el del texto burocrático, pequeño y soslayable en el camino hacia la voz literaria plena– es un relato de experiencias personales, insertadas todas en una red de encuentros y episodios con interés historiográfico. La historia de Eileen es un registro, y la poeta una protagonista que siempre se mantiene al margen; su voz es directa, entrecortada, imperfecta, como gusta decir a algún escritor varón sobre la voz literaria de las mujeres. Myles utiliza la duda para acertar. Se hace filuda como un cuchillo, y así cortar la grasa que cuelga en la literatura prominente, mediática, adinerada. Su elegía a un reputado poeta de una universidad reputada –Yale– empieza así: “Oh, I don’t give a shit”. Sí, Inferno es también la novela de una historia encarnada en vida poética, y la vanguardia ahí aparece como un modo de sostener cierta búsqueda donde forma y vida estén todavía cruzadas por una economía y una comunidad antifamiliar. La novela es también biografía y, como en la literatura de Dante, las referencias a la vida citadina se cuelan en cada página. Son kilómetros de nombres –algunos van con apellido, Kathy Acker o Patti Smith o John Ashbery; otros nos suenan como si fuera la conversación de una amiga, Chris, Barbara, Chassler, Jennifer, Ellen, aunque todos ellos son dichos según la misma necesidad historiográfica.
En uno de los tantos bares donde se suelen juntar los poetas, la narradora descubre qué es tener una audiencia, la cual le devuelve con su mirada un lugar; una interpelación que se goza, una sed de fama. Durante esa lectura, a la poeta que alguna vez experimentó el cuerpo como desajuste entre su deseo y su colegio católico se le revela la escritura como religión. No por casualidad los poetas de su época llaman “the church” a la sede de los talleres y los encuentros, esa iglesia de la calle St. Marks donde hasta hoy funciona el Poetry Project de los sesenta. Cupo la coincidencia de que un conocido me invitó, mientras estaba terminando esta novela, a escucharlo leer a “the church”. Durante esa sesión escuché poemas que juegan con la automatización de la lengua, con la idea de la poeta como recolectora, con el copy and paste, con la posibilidad de volverse un médium, y el cruce recurrente entre las redes sociales y palabras como smoothie. Para entrar al Poetry Project una noche de este invierno tuve que pagar siete dólares. Y me tuve que ir en la mitad por el frío infernal que cercenaba los huesos si no andabas, como los poetas jóvenes del lugar, con una botella de whisky. Pensaba en esta coincidencia y en cuánto han cambiado las cosas desde los setenta cuando me embarco en un avión por asuntos de trabajo. En la puerta de embarque veo ahí mismo, pegado en uno de los aeropuertos de la ciudad de Nueva York, un poema de Eileen Myles; un poema que decora los pasillos de un edificio para borrar los trazos de la historia con cada avión que sale. No es sexo lo que se cambia por plata, nos dice Myles –eso queda, como siempre, en el área de la afectividad–: es la poesía la que se puede transar como un trabajo que resuena en el mundo entero, a través de los aviones, las líneas comerciales y la predominancia del inglés en la cultura actual, garantizada por las armas, la plata y el imperio. Mi lectura, eso sí, a ratos logró cruzar desde ahí para experimentar el (des)ajuste entre la lengua poética y las calles sucias de esta ciudad.
Inferno (a poet’s novel). Eileen Myles. O/R Books. New York City, 2010.