IMPUESTO A LA CARNE, de Diamela Eltit

CINCO CORTES Y LA NOVELA SIGUE INTACTA

 

 

Rajar la página impresa para que diga lo que yo quiero, mirar a través de otra persona en busca de algún deseo mío entre los suyos –como si fuéramos trasparentes yo y ella, no un vaivén de blanduras y escarpados incomprensibles–, abrir la carne enferma pero viva aún con un cuchillo: ¿es todo eso curar o agredir? Naturalmente no hay posibilidad de comparación entre la enfermedad, la pena, la sacudida, el abandono, el dolor orgánico de quien permanece en un pabellón clínico esterilizado, bajo luces blancas homogéneas, oyendo apenas el tenue susurro de las voces que discurren sobre su estado de salud con afectación, no hay comparación verbal posible entre esa persona enferma y un libro aislado, mustio, sin dobleces en sus páginas ni subrayados en sus párrafos porque se publica como parte de una obra monumental, como otro archivo que agregar a los bien resguardados libros de la memoria de una nación cuyos integrantes no recuerdan sino a través de vidrios –pantallas, espejos, vitrinas–; le tenemos alergia al polvo, al esmog, a la neblina de tanto que escapamos del polvo, del esmog y de la neblina. Impuesto a la carne, de Diamela Eltit, novela de portada pulcra y bien ordenada en los anaqueles de las librerías de Santiago, absorbe en su primer párrafo el elocuente silencio crítico de los pasillos clínicos por donde las reseñas de prensa remedan el resumen de su contratapa: «Nuestra gesta hospitalaria fue tan incomprendida que la esperanza de digitalizar una minúscula huella de nuestro recorrido (humano) nos parece una abierta ingenuidad».
          Mientras leo en estos capítulos cortos que una narradora doliente habla de sí misma como si fuera otra persona, rodeada de otros dolientes que seguramente hacen lo mismo, y de especialistas que interpretan sus síntomas como una rutina indescifrable cuando hordas de fanáticos aplauden a esos expertos, no puedo evitar llenar las frases de papeles, encochinar y achurrascarlas con rayas y mugre y dobladuras para hacer notar que, si esta imagen de una madre y una hija enfermas durante siglos en un hospital parte como un ácido comentario de Eltit a la acomodada lectura reduccionista hacia su propia obra por parte de la crítica literaria de todas las Américas, la constante reiteración del esquema narrativo a medida que avanza esta novela amalgama a la madre, la hija, el hospital y sus siglos en una sola entidad que no es más que el sonido de su propio discurso, un cuerpo latente que no se define ya por su vida sino por la carencia de ésta en forma de supuración, de tumor que lo desencarna, de hinchazón que borronea los contornos de un órgano que sana al decirse bien. Pero yo estoy sano; por eso puedo leer tranquilamente en mi asiento esta novela, marcar sus páginas con calma y paciencia, escribir esto: paciente, sano y enfermo varias veces. Aunque nadie más que uno puede saberse sano o enfermo, esa sensación o ese conocimiento, ¿está hecho de palabras? Porque si las palabras existen para que uno vaya y venga a través de la otra persona –como si fuéramos trasparentes yo y ella–, toda enunciación foránea sobre la salud propia está destinada a sacarnos desde este cuerpo aquí y ahora hacia una duda, hacia una pérdida de corporalidad donde el yo también es signo, mancha, mugre, dobladura en uno mismo que puede significar otra cosa, entonces cada experiencia se vuelve parte de algo más, expectativa. De la misma manera Impuesto a la carne ofrece a una madre y una hija enfermas durante siglos en un hospital como un recurso perfectamente comprensible desde el punto de vista verbal e incomprensible desde la lógica referencial –igual que puedo enunciar que este cuerpo mío tiene unas manos que teclean– al que volvemos en cada uno de sus capítulos breves: como la escena callejera de Lumpérica, como las ambigüedades de Coya en Por la patria, como el sincretismo en el relato de El Padre Mío, como la filiación sexual pre genital en El cuarto mundo y Los vigilantes se trata no ya de narrar mediante la esperanza en el progreso de una narración, tampoco con la recurrencia a una figura retórica cuyo correlato provee a esta lectura de una historia, sino a partir de la alegoría entendida como fuga constante de sentido.
          El corte que en cada párrafo de Impuesto a la carne produce frases breves –su prosodia concisa la separa del corpus de novelas de Eltit– es análogo a la intervención médica que en cada página niega al lector la posibilidad de un diagnóstico crítico certero y abarcador de lo que se está hablando: en mi propia lectura hice cinco anotaciones como cortes al discurso de la mujer enferma que es hija y al mismo tiempo su propia madre, cinco presunciones de lectura que fueron negándose a medida que se sucedían, para finalmente rechazar también la certeza ya a esta altura asumida en el cuerpo crítico latinoamericanista de que sólo esta literatura de hipótesis puede abarcar una sociedad ilegible, de que en una literatura sobre el caos débil y supurante debe subyacer por lo menos una metodología científica de presunción, prueba y exhibición del resultado. El libro es entonces lo que se exhibe detrás de un vidrio, intocable, no el insulto ni el mareo, el miedo ni el impulso de conservación que provoca caminar rápido un sábado en la tarde por las calles santiaguinas –por ejemplo– de Ñuñoa entre los barristas fanáticos de algo que ellos mismos no conocen, pero intuyen como el último resabio de una épica colectiva, una lucha por traspasar en masa y ciegamente a otros que son iguales a ellos en su oposición, con sus cantos, sus gritos y sus tajos. Le hago a las páginas de Impuesto a la carne cinco cortes, cinco hipótesis de lectura. Primero: la relación entre esta madre y esta hija es una enfermedad simbiótica desde el inicio, el inevitable momento en que se curen será la muerte de alguna de ellas y sin embargo esta interpretación deja fuera las constantes menciones de la narradora a la patria, a la nación, a la colectividad y al control de los cuerpos. Segundo: esta madre es la identidad colectiva, esta hija la individualidad síquica que surge de ella. La madre es una invención afiebrada de la hija enferma, intervenida, controlada, no obstante lo cual la misma narradora señala que el hospital donde padecen es la nación colectiva, y no esa madre que tiene dentro de ella. Tercero: la madre es la historia, el discurso contingente, mientras la hija es la literatura, el discurso ficcional. Cuarta incisión: la madre es la lengua, la hija es el habla.
           Cualquiera de estas alegorías está incompleta y es forzada. Para hacer una tesis a partir de ellas tendría que inclinar demasiado mi torso sobre el libro, agarrar estos papeles de otra manera, doblar la espalda para fingir que no estoy escribiendo en un computador, hacer que desaparezcan estas líneas entre decenas de anotaciones que mis manos harían aunque les doliera la madera del lápiz para que a este discurso se le impusiera por fin una lectura carnal. Yo mismo me volvería un publicista, un periodista, un doctor, un enfermero, un integrante de las hordas de fans que exigen a la novelística de Eltit la cabeza de una épica fundacional corpórea, fetichista y adecuada para estos tiempos incomprensibles que han durado doscientos, cuatrocientos años en Chile y nuestras Américas. «Los archivos del país o de la patria, de toda la nación, no estaban preparados para nombrarnos ni menos para acoger un hecho tan irrelevante como nuestro ingreso a una vida civil todavía indeterminada», responde la novela con otra adivinanza. Naturalmente, la única narrativa que comparten un cuerpo vivo –sano o enfermo– y un libro –leído o envuelto en un plástico trasparente– es la certeza de que va a ser destruido con el tiempo. Esa es una pista inequívoca, una frase de la cual uno se agarra para resistirse hasta el final al diagnóstico aleopático y eficaz que quiere reducir la escritura política a una novelística de lectura especializada. Y sin embargo, en su penúltimo capítulo Impuesto a la carne expresa su esperanza en que de tanto narrarnos como enfermos entre nosotros surja la «mutual del cuerpo», luego la «mutual de la sangre» y finalmente la «comuna del cuerpo y de la sangre»: un cuerpo colectivo, ¿cómo es posible imaginarlo ahora? En un mundo anestesiado, sólo durante la experiencia corporal límite perdemos la trasparencia ante la otra persona, y así nos es posible sostener una instancia común, colectiva, sin individuo. Sin lengua, hablando: ese será el momento crucial en que los libros cumplirán el rol de pronunciar esa comunidad, para que no nos volvamos nuevamente «la jauría del hambre y del abandono» ni sigamos siendo lectores movidos por la carencia, imposibilitados de observar el límite de la alegoría, blogueros fans de otros escritores y barrabravas de las editoriales. Porque mientras la literatura terminaba de mezclar historia, propaganda y relato, la medicina desgarró a la cirugía del oficio del carnicero. En ese momento que alguien, un paciente –seguro que tenía un lápiz y un libro entre sus manos– observó que las fibras humanas como las vegetales –pero el papel no– crecen, se reintegran y se cierran una vez que han sido intervenidas. Hay una posibilidad de mutualidad mientras se la pueda pronunciar. La última posibilidad alegórica en Impuesto a la carne es que esa hija sea la Historia, la construcción humana en esa tierra, en ese suelo que es la madre. El último capítulo muestra cómo ambas son trituradas por máquinas que las desarraigan, las funden, las enfrían, las compactan, las vuelven materia sin poros, inertes, bloques fríos que serán exportados a China, y con los cuales harán cuchillos para hacer incisiones a otras personas enfermas.

 

 

 


Impuesto a la carne. Diamela Eltit. Editorial Seix Barral. Santiago, 2010.