HISTORIAS DE TERROR PARA NIÑOS, de Florencia Edwards

A MI NIÑA NO LA TOCA LA MUERTE

 

La literatura y la infancia no se tocan. Hasta donde sé, no hay un sólo libro publicado que provenga de niño o niña, y aunque podríamos emparedar los muros abiertos de una ciudad abandonada con las hojas repletas de palotes, manchas, cuentos, tiras cómicas, recuerdos de amistad y diarios infantiles –conozco tanta gente que hasta la adolescencia fueron escritores fabulosos, ¿sentirán un doblez en ellos cada vez que leen un libro que remite a la infancia con rabia adulta?–, la distancia entre letra manuscrita y tipografía, entre cuaderno y libro, entre voz vidriosa y vozarrón se hace insalvable a medida que pasamos las páginas y vamos envejeciendo, pasamos del plural al singular y lo que estoy leyendo es «La muerte y la niña», el cuento de Juan Carlos Onetti, y el fragmento carrolliano de los Textos de sombra de Alejandra Pizarnik. Esas ficciones poseen una característica literaria compartida por los cuatro cuentos que conforman Historias de terror para niños, de Florencia Edwards: el final abierto. Pienso una vez más en que un lugar idealizado donde viven personajes que uno puede manipular a través de los espacios construidos por una voluntad frágil e inocente, aunque no ingenua, de permanencia –ese lugar que cuando chico habitaban mis monos, con voces diferentes que provenían de mí y no entiendo de dónde más– entra y sale de la página que se está imprimiendo para armar una biblioteca continental sobre las ruinas de una ciudad llamada Santa María, El Dorado, Yoknapatawpha, Comala, Macondo, la Zona, la Comarca, Neutria, el Gran Chilango, la Ciudad de los Césares, Santa Teresa, Aquilea, Chimbote, San Agustín de Tango o Chuchunco para que vivan ahí los espectros de una fijación infantil que no es puramente biológica –el cuerpo del niño se agazapa en el cuerpo del adulto como el feto dentro del niño–, sino cultural; los cuentos de Florencia Edwards presentan un narrador que en su omnisciencia abarca también la ruina de su contención decimonónica, un narrador alerta a medir con precisión los límites corporales de sus niños para poder soltarlos y que se rebalsen en la última página aun de manera inconsciente, enajenada de sí mismo –la profesora que no quiere darse cuenta de que seduce al alumno en el relato «El hombre bolsa»– como muestra de que también las ruinas de nuestro chamanismo, de nuestra mayéutica y de nuestra escolástica se sacuden para derribar cualquier construcción moderna que se le quiera montar encima. Ruinas, a propósito, donde ha crecido el moho que llamamos Educación y que apenas esconde sus raíces de servicio comercial para padres que buscan deshacerse de hijos que se han vuelto insoportables por esa voluntad frágil, inocente –nunca ingenua– e incluso cruel de un habla que se vuelve escritura incontaminada de muerte por medio de la imaginación crítica. Ese ejercicio consiste en simular el relato realista que busca –en los códigos de la medicina mutiladora en el cuento «Historia de terror para niños» y del relato de aventuras de «Hitler in Love», por ejemplo– atenuar la expectativa de quien lee para que la ternura filial de Anabel y Pedro, la pedofilia de Adolf Hitler, la represión en el colegio de la señorita Johnson y la presencia de un doble autómata en la casa familiar de los Rossi en «Enrico» tengan la misma importancia que los disfraces que Anabel y Pedro encuentran en la casa abandonada, el libro ilustrado que Adolf le regala a Geli, la ternura de las arañas pollito en la sala de clases, y el súbito dolor de cabeza que le viene al niño Enrico cuando ve en la tele que una mujer desnuda se ensambla con un robot. La narración didáctica otorga el mismo valor edificante –común y trascendente a la vez– a todos los hechos de la infancia, da igual que sean fenómenos ominosos o cotidianos, porque el niño debe aprender así que es necesaria una misma contigüidad entre los objetos, su cuerpo y el Tiempo, una contigüidad dada por la presencia utilitaria de un otro: la pareja erótica, el cliente, el lector. Esta contigüidad homogénea entonces se vuelve paisaje, horizonte de infancia lejano e ideal sobre el cual diluir el nombre y la ruina propios: la Europa centroeuropea, la Roma del futurismo, el Chile ochentero de la sala de clases en dictadura, los manuales de mecánica, de higiene, el cuerpo androide, la sexualidad infantil que en vez de concentrarse en el abismo de la entrepierna hace de la piel entera el órgano genital.
           Si es cierto que no hay un solo libro escrito por niño o niña, ¿es imposible el niño o la niña en primera persona? ¿Qué se puede responder a la afirmación de que el cuerpo pueril sólo se puede narrar desde el aprendizaje, desde la delimitación de una tercera persona, desde la enciclopedia? Terror, terrón, error, arroz. El deseo y el amor sólo han podido ser incorporados al relato occidental por medio de la erudición postestructuralista, póstuma, postiza. La infancia es un objeto narrativo afuerino –europeo, gringo– y sólo se puede reflexionar sobre eso en segundo grado, a través de historias ilustradas que en su final abierto evidencian la falta de interior de nuestro propio cuerpo, de una lengua que habla lo híbrido y lo deslimitado, de una voz múltiple que dice lo que somos si no somos chilenos, que pronuncia la historia sin Historia. Quizá lo mejor es figurarse un funeral en blanco, una celebración de la contradicción, como en el campo de la Recta Provincia al niño muerto o a la niña muerta que velan le dicen angelito y el funeral es una fiesta donde se celebra que la didáctica no la arrebatará de su niñez, que la Ciudad Letrada no anexará Neutria y que el cansancio no llegará a esa hija de todos en forma de archivo, de censo, de normalización, de violencia conquistadora y de crueldad publicitaria.

 

 

 

 

 


Historias de terror para niños. Florencia Edwards. La Faunita. Santiago, 2010.

 

 

Este libro se consigue directamente en lafaunita@gmail.com