HILO DE COMETA, de Israel Centeno

RESTOS DE RELATOS

 

Aunque conservo pocos buenos recuerdos entre los 14 y los 20, hallo algo de inspiración en la música que tan vivamente me devuelve a los podridos años de la adolescencia. Tal vez la piel no se alcanzaba a dilatar al mismo tiempo que las glándulas, los huesos, las grasas, las mucosas, los músculos, los folículos pilosos, las células que morían y se ponían negras al tacto con el humo santiaguino, o tal vez eran las tediosas caminatas por Frutillar, el viaje en auto a La Serena, la casa silenciosa donde se movían las mismas hojas del mismo árbol, con olor a durazno duro y apestado, el ladrido del perro del vecino, la familia de la casa contigua almorzando en la terraza, tomando el aperitivo con pisco sour. Y, más que en adolescencia, pienso en que ese sabor es un disgusto natural por la vida que apremia cada tanto, porque el cuerpo se cansa, porque vivir aburre, porque hay una parte de uno que no pretende vivir ilusionada. Por eso me hace sentido que la playa del libro Hilo de cometa, durante este caluroso verano en que escribo, sea triste y gris, que la llegada de las vacaciones sea una molestia, una incomodidad. Pero como toda puerta de entrada, la experiencia que me ata a la invención de su autor Israel Centeno va quedando atrás para ceder espacio a los tatuajes del otro que, deformados unos y otros, se convierten en letra, al mismo tiempo que dotan al resto de melancolía.

           Tiño el argumento de otros términos –de los escritos sobre cine de Passolini: fisicalidad, oniricidad– cuando leo la primera de las novelas cortas de Israel Centeno reunidas en este volumen. El venezolano muestra el deseo tras el resguardo de un código que ya nos es natural en la vida, en el cine, en los esquemas síquicos, en las tablas de medición de crecimiento corporal de la ciencia médica: la del joven que llega a instalarse allí donde ya hay una jerarquía animal entre los adolescentes-perros-leones-monos o, lo que es igual, la de James Dean en Rebelde sin causa. Sin embargo, la táctica de enmascaramiento o evasión en el discurso del narrador –la alusión al cine no es más que eso, no creo que ningún lector pueda asemejarlo a un atractivo rebelde de mirada intensa– va desapareciendo a medida que los acontecimientos de la realidad tercermundista irrumpen, como ya sabemos nosotros, con más certeza que la ilusión del cine. Esas situaciones se anuncian como imágenes fugaces que se convierten en íconos en la retina: entre los árboles, un joven musculoso y la prima del narrador; sobre la arena, entre las rocas, el mismo joven con la chica colorina. De a poco, ambiguamente, el deseo por las dos muchachas se traslada hacia el macho alfa, fornido, tostado por el sol; más aun, el odio al animal del mismo género se transforma en la necesidad de posesión y unión, una encarnación más de un poder que hace manifiesta la violencia en el deseo. Al relato de la playa, donde el odio, el deseo sexual y el deseo de venganza se diluyen unos en los otros, se intercala la narración de los días previos a las vacaciones de manera tal que se programe la analogía entre el seductor y el dictador. El padre, un militar de cierto rango, no acompaña a la familia en las vacaciones; en vez, derrotado, está preso por las fuerzas represivas. En esa doble traición –sexual y política, corporal y violenta– me parece se halla una clave para leer el relato de Centeno.

          Las mismas líneas de fuerza se repiten en Retrato a George Dyer. En la segunda novela de este libro no es la realidad latinoamericana la que se echa a andar, sino las relaciones geo y biopolíticas. La cita a la pintura de Francis Bacon pone el acento en la relación que, según se registra, unió al pintor con Dyer, y también una cierta mirada sobre lo físico. En ciertos aspectos la relación entre los dos ingleses se parece a aquella que el protagonista establece con la mujer inglesa; y, como intertexto, funciona como la fábula de un suicidio anunciado. Ya no es el cine, sino la pintura, la literatura gótica, la realista, la romántica y la misma ciudad del antiguo e incomprensible imperio simbólico inglés el que imagina una historia para el narrador protagonista. El lenguaje padeciente del romántico parece ser el modo en que el inmigrante venezolano –“latino y marginal”, como él mismo se describe– no puede comprender ni insertarse en la helada realidad de la Inglaterra de los años 80, momento a estas alturas mítico por los modos conservador y desbandado que convivían en aquel entonces. El amor por una mujer será la causa, excusa, pretexto, evasiva o efecto –escoja usted el orden– a través de la cual el joven venezolano se enfrente a los prejuicios del europeo, encarnados aquí por el viejo alemán: podría ser –o no– que los discursos nacionalsocialista y bolchevique que se enrostran no sean más que disfraces que ocultan la verdad del asunto: propiedad, erotismo, poder, comunicación, las verdaderas posibilidades de ejercer el valor de igualdad de los sujetos. Es un juego serio de reglas y permisos: “Ese señor, el nazi al que tú deseas una muerte en el baño, es la verdad. Tú eres la mentira”.

          Escojo estos esquemas narrativos pues me parecen interesantes las hipótesis que formula Israel Centeno con respecto a las manidas “políticas del deseo”, pero su narración no es acabada sino, como ya había leído yo en Iniciaciones, construcción de imágenes, de superficies amplias que comprimen la vivencia otorgándole plurivalencia. Y si parto del hecho de que veinte años separan las experiencias como adolescentes suyas de las mías, y que si bien compartimos la experiencia de Inglaterra durante los años 80 –aunque yo haya sido una niña solamente cuando dejé ese país–, en las palabras se encarna un entendimiento particular; constitutivo, verdadero y falso a la vez, es tan lógico como ideológico, tan real como inventado.

 

 

 


Hilo de cometa seguido de Retrato de George Dyer. Israel Centeno. Editorial Periférica. Cáceres, 2007.