PARA NO ENTERRAR LA CABEZA EN LA ARENA
A pesar de las nuevas teorías que existen sobre la naturaleza del lenguaje, aún siguen pareciendo más curiosas las explicaciones que ligan su origen a una faz positiva, es decir a un intento por enunciar verdad. Esto ha alimentado una creencia que sobrevive hasta hoy de que el lenguaje, la palabra y las maneras en que aparece tienen que ver con una intención puramente comunicativa, a través de la cual nos queremos hacer entender; recuerdo a Austin en esto cuando avisa sobre la buena fe del hablante para hacerse entender con la menor cantidad de desvíos y por los más óptimos medios. Como pocas veces hemos sido testigos de esa buena fe de la que mucho se habla en derecho civil, sería más propio afirmar que el lenguaje muestra, más comúnmente de lo que Austin quería ver, su faz negativa; es decir, aquella en que la intención comunicacional no es hacerse entender de manera fácil, sino esconder y perder al interlocutor en un laberinto discursivo que lo ciegue a él y a los otros testigos de la conversación de lo que realmente se está queriendo hablar. Si puede alguno de los interlocutores volver al camino original y reestablecer la ligazón que existía entre el lenguaje y la verdad, ya no es un asunto de buena fe, sino de fe pura y simple, del mismo modo que algunos creen fehacientemente que hay iluminados, médiums y santos.
El mundo de la razón también se ha abocado a esto; con la misma mala fe con que tiende a desconfiar de los creyentes, se lo podría mirar con sorna por sus intenciones. Las ciencias humanas, filosóficas y literarias han discutido hasta el cansancio sobre cómo referirse a ciertas palabras importantes y conflictivas sobre las cuales se han erigido imperios e ideologías. Es posible ver esta lucha por la verdad de la palabra como un ir y venir de términos que aparecen en un campo de la cultura y que se transportan, en un gesto babilónico, hacia el otro extremo. En este tránsito se pierde su sentido original y decae la frondosidad significante que vino a acuñar el término; despojado de densidad, echan manos sobre ellas individuos deseosos de nuevos estímulos para sus púlpitos, desde donde arrojar alimento para la doxa.
Sin duda que el autor de Globalización e identidades nacionales y postnacionales… ¿de qué estamos hablando? no estaría de acuerdo con tal rodeo para llegar a afirmar una intención que recae en un marco humanista y moderno, pero que une las ideas lanzadas en los párrafos precedentes con las que emergen del prólogo del libro. El título de este ensayo -tan poco común por lo largo, y por apostar a un lenguaje carente de cursilería lírica- avisa desde ya sobre el propósito de rectificar el uso de algunos términos tomados a la ligera en las ciencias humanas. La discusión se enquista en un momento donde la labia envolvente de algunos ha logrado acreditarse una carga de verdad que, con gesto de ilusionistas, ha cegado al interlocutor incauto sobre algunos focos temáticos importantes que se ha preferido obviar. Para evitar estos olvidos, Grínor Rojo busca contraponer hechos e ideas a esos discursos para descubrir su capacidad deformadora, especulando a la vez sobre las razones que han inducido a tales olvidos. El procedimiento consiste en desmembrar cada uno de los términos que conforman las palabras compuestas para luego verlos en la perspectiva de la evolución histórica -implícita en el uso del término post– de los factores sociales, la realidad del contexto y los ejes de pensamiento que han vuelto sobre ellos.
El cambio desde un marco que resalta la contienda hegemónica entre los distintos sectores sociales a uno que apaciguara esas aguas reclamando una constante apertura, inclusión y rechazo a proponer diferencias esconde una trampa o, mejor dicho, un apaciguamiento sólo aparente. Las entidades que se adueñan de estos discursos de última moda -globalización, identidad, nación, tecnologías- los resuelven de un modo tal que les permite seguir sujetando las riendas al crear una brecha cada vez más alta entre ellos y el ciudadano común, gracias a un discurso que enmarca acciones y hechos. De esta manera, el autor va urdiendo en su ensayo una red de ideas afines, alineándose con ciertos teóricos e ideólogos y alejándose de otros.
En ese mismo sentido marcha la superficie textual del ensayo. El tono conversacional y llano utilizado para tratar temas complejos permite el acceso de lectores no iniciados, a diferencia de aquellos textos que tratan temas similares escritos como si fueran malas traducciones de lenguas extranjeras: la complejidad de este ensayo radica en las ideas y no en un lenguaje imbricado. Un uso semejante del castellano explicita el lugar desde el cual se habla: esa primera persona –yo– que se dirige al lector define claramente su situación de enunciación, y expone una raíz que completa el sentido de su argumento. El lenguaje se traduce en una perspectiva, y esa perspectiva es ideológica por cuanto las condiciones en que se han desgranado en Latinoamérica los términos "nación", "globalización", "tecnología", entre muchos otros, tienen condiciones especiales: un cuerpo integrado por variopintas especies, todas reconocibles y en constante movimiento.