FRUTA PODRIDA, de Lina Meruane

HASTA APLASTARLA


En plena lectura de la primera parte de la novela Fruta podrida, me dio por pensar que las personas idóneas para comprender a cabalidad la corporalidad deforme de las palabras de Lina Meruane eran aquellas que alguna vez han padecido una de esas enfermedades capaces de llevar al hombre a la extrema contradicción entre el asco de su cuerpo –al sentirlo invadido por el exterior, fundiéndose con él, perdiendo sus límites, desvaneciéndose a medida que cada día va aumentando la necesidad de que desaparezca por completo– y el deseo de volver a incorporarse a esa vida que pasa frente a la ventana o la pantalla de la gente sana; hasta que una de esas dos fuerzas se imponga sobre la otra.
        En esa primera parte, la narradora logra hacer presente –como antes de ella Diamela Eltit, Severo Sarduy, José Lezama Lima y el resto de la línea de los autores corpóreos– maneras en que las innumerables percepciones subjetivas del cuerpo que se cruzan en la novela logran apropiarse de éste, infligiéndole sentidos y discursos de manera tal que descompone ese discurso. Así la voz, como el cuerpo enfermo que se abre hacia la invasión de las bacterias en las heridas y que confunde lo propio y lo ajeno en el pus, desconoce y se apropia de las experiencias a su alrededor como una apología de la muerte y una exacerbación de la carne. Más allá de la forma de las palabras que logra expresar el peso que el mundo vivo representa para el enfermo, el discurso transmite una serie de sensaciones que hilan los símbolos sobre las experiencias límites del cuerpo –la enfermedad, el embarazo– con la producción de la fruta. La entrega a la materialidad, a esa pura corporalidad, se abre a un espectro geopolítico donde la industria de la fruta está enquistada en las formas productivas del tercer mundo: la explotación, los regímenes dictatoriales, la dependencia de los llamados países desarrollados, del uso y abuso de la mano de obra, pero también la mosca de la fruta –en la novela hay una referencia explícita al caso de las uvas envenenadas–, la inmigración, la invasión extranjera a los Estados Unidos, el terrorismo, etcétera. La novela se transforma así en un comentario sobre la relación entre la ciudad y el campo, entre la civilización y la barbarie; es la posibilidad de que la higiene social con sus pesticidas no haya logrado erradicar aquella fruta que se empieza a pudrir por dentro y que llega como un ángel exterminador a traer la noticia de la herrumbre. A propósito de esto recuerdo en esta primera parte el relato de Zoila caminando por los aeropuertos, a pesar de que cae en lugares comunes sobre las normas de seguridad después del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York.
        Sin embargo, esta cualidad corporal de la narración se vuelve empalagosa en los paratextos del relato sobre la niña enferma y, durante la segunda parte, en la narración de la enfermera gringa. Los nombres de los capítulos dejan entrever los andamios conceptuales que quieren hacer avanzar la historia, de la misma manera los versos que adornan el inicio de cada capítulo –como parte de un “cuaderno deScomposición”– no le dan densidad al texto. La narración en cursiva, señal de que pasamos a leer la corriente de pensamiento de la enfermera histérica y verborreica, vuelve sobre los puntos que habían quedado suficientemente sugeridos al final de la narración de la enferma. Fruta podrida siente la necesidad imperiosa de explicar cómo la enfermedad dentro del mundo de los sanos y el impulso de muerte de la narradora son solamente una alegoría, cerrando otras lecturas posibles.
        Cada novela forma a un lector. Confiar en las experiencias de otro es –creo– un acto de generosidad por parte de quien escribe. En cambio la repetición de una fórmula narrativa a través de ciertos índices teóricos crea un receptor incapacitado, cuyo proceso de lectura será lineal, único y aburrido. Si por un momento Fruta podrida parecía abrirse en las sugerencias, la repetición de su programa pone la idea y el autor por sobre el texto y el lector, revelando un autor autoritario –que aplasta lo conseguido, que lo reduce al lugar común– y un lector estúpido que debe ser guiado hasta el último cabo. En este sentido, el hermetismo es un acto de generosidad hacia el lector y tal vez fórmulas como las miniaturas de Mario Bellatin o los bonsái de Alejandro Zambra apuntan a esa generosidad. Sin duda Fruta podrida extrañó una sesión de poda que hubiera permitido a las cuatro últimas páginas de la narración de la enfermera –y del libro– florecer en lecturas múltiples.

 

 


Fruta podrida. Lina Meruane. Fondo de Cultura Económica. Santiago, 2007.