HUMORES
Igual que el bíblico Jonás huyó a la aventura para dejar de escuchar las palabras que venían desde dentro de su cuerpo y terminó en la mayor soledad, surcando las aguas profundamente sombrías en los intestinos de una enorme ballena, los narradores de Bartleby y compañía, El mal de montano y Doctor Pasavento quisieron volverse quien escribe sin escribir, y sin embargo se arrepintieron tarde, el libro se cerró cuando se daban cuenta de que su única entidad era la página, aterrados. Los costados de las dieciocho piezas narrativas de Exploradores del abismo se disuelven también –la novela se fragmenta en cuentos que revelan un diario íntimo– aunque esta vez y por fin para que aparezca una posibilidad de autor con el cuerpo de un hombre cuyo apellido está compuesto por un guión: el de la enfermedad.
Se trata de encontrar en este libro las huellas de un funambulista que sí escribe con sus pasos en el aire, este personaje llamado Maurice Forest-Mayer que nunca toma la voz del relato ni aparece al centro del cuadro, ni él ni su mujer; pero aun así ellos se las arreglan –un pie firme, el otro en el vacío, la mano adelante y los ojos mirando hacia dentro– para enlazar en su cuerda floja a quienes los observamos retomar el equilibrio después de estar a punto de caer: el mirón de café, el fiscal de la Siberia zarista, el empleado de correos, el espía de la locomoción colectiva, el escritor obsesionado con Sophie Calle, el astronauta lector de Dino Buzzati, el abogado montañista, la presentadora de televisión maldecida por una gitana, el niño seguidor de The Shadows, el hombre y la mujer fantasma que no saben que han muerto en el principio fuimos lectores pasivos –“al bostezar, al abrir la boca he encontrado la mejor fórmula para sentir como vividas esas frases mías tan literarias”–, detectives dóciles del universo que nos separó de aquello que escribiríamos si escribiéramos. Cada uno de estos personajes, empero, despierta cuando sufre un colapso físico que simplifica el relato: cae la mano con el lápiz, hay un silencio; la bilis mancha el papel, quedan esos humores. El humor, que Onetti invoca tan seriamente en El pozo: “se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes”.
La trama sutil de Exploradores del abismo se parece a la sonrisa angélica de quien descubre la verdad tras un lugar común del lenguaje –“todo pasa por algo, cada cosa tiene su lugar”–, como ese abismo que se abre ante la carcajada de Chesterton y como el mismo Onetti es interpretado por un tal Borris-Mayer para que el pozo se convierta en un enorme horizonte marino con un pequeño bote que nos dirige a una página web póstuma. El guión de la enfermedad grave asalta a cada uno de los personajes de este libro y los vuelve hacia su autor, quien los encarna como el escritor anónimo que se divirtió dejando al profeta bíblico dentro de una ballena. Esa otra escritura plural –la etimología– indica que abismo era una manera de decir sin fondo, infinito, eternidad en la antigua lengua griega; Forest-Mayer, Jonás y el Jesús de Kazantzakis según Scorsese escucharon una voz de tanta profundidad en su cabeza que no supieron si estaban volviéndose locos o si era Dios que ordenaba denunciar una “cultura [que] se basaba en conquistarlo todo, hasta el universo, [como] una carrera enloquecida hacia la nada”.
Exploradores del abismo. Enrique Vila-Matas. Editorial Anagrama. Barcelona, 2007.