UNA ESCALERA QUE TERMINA FUERA DE LA PÁGINA
Hay una sorpresa todavía en el hecho de experimentar cierta sensación de fragilidad, de transición, de virtud ante la pared blanca recién pintada de una sala de exposiciones, con el olor de la tinta absorbida por el papel grueso de un libro, en el silencio que se hace en una sala donde va a hablar un escritor a propósito de su nuevo título o durante el segundo que media entre la última nota de un coro sinfónico y la ovación de la multitud en que uno se encuentra tan bien sentado. Se trata de la misma inercia con que de repente nos encontramos discutiendo sobre la entidad de la poesía visual, sobre la narrativa sin personajes, los jardines hechos de cemento y la religión del dinero: hay en todo oxímoron un sustantivo o un adjetivo que está más cerca de quien lo pronuncia y, aunque el interlocutor escuche exactamente lo contrario, por lo menos existe la posibilidad de que esas dos personas puedan comunicarse, entender lo que el otro dice, seguir hablándose. Miro el catálogo de la todavía reciente exposición de serigrafías, collages, linóleos y xilografías de Guillermo Deisler, leo la nostalgia por un artista que fue también poeta, editor, militante, gestor, pedagogo y me sorprendo también de que no aparezca –en alguno de los textos que lo retratan desde esas diferentes perspectivas– la única disciplina actual que continúa la tradición de los “libros de arte” que Huidobro, Deisler, Parra, Vicuña y Martínez heredaron de Mallarmé y los dadaístas: la publicidad, el despliegue del merchandising y su capacidad de poner a trabajar juntos al pintor, al filósofo y al imprentero para convertir el discurso en un objeto que circule entre la mayor cantidad posible de gente. Me acuerdo apenas del vértigo que sentí cuando, subiendo las escaleras del metro, me di cuenta de que en el espacio que quedaba entre cada escalón –incluso ahí– habían puesto carteles con logotipos y consignas; ese vértigo fue desapareciendo día a día –con el cansancio– hasta que no me doy cuenta de que me están diciendo siempre lo mismo con sus imágenes y me voy a comprar sus mentados productos. Entonces el frágil es uno –pienso en palabras, no en imágenes– mientras miro, en una página de este catálogo, el Fotocollage II de Deisler, donde una muchacha viene bajando con la mirada perdida: uno de los pies en el aire tambalea porque se acerca al punto de la imagen en que el escalón se convierte sin remedio en una sarta de letras estilizadas, extranjeras, incomprensibles. Me acerco y veo que ella tiene las manos entrelazadas, que está protegiendo algo delicado o quizá reza porque sabe lo que viene.
Lo que viene es la nostalgia que disfraza una culpa, porque los poetas chilenos de los cincuenta, de los sesenta, de los ochenta, de los noventa, de 1910 y de ahora mismo querían que las palabras dejaran de ser una complejidad donde dos personas desconocidas podían en cualquier momento encontrarse, hablar, discutir cada una de las connotaciones que les parecían extranjeras hasta ponerse de acuerdo en la necesidad de quedarse callado, parpadear, ponerse de pie, cerrar los ojos, carraspear y apagar la luz. Querían que las palabras se volvieran imágenes, carteles luminosos, figuras de humo en el cielo y en el desierto de Atacama, objetos cuya enunciación puede pertenecer a alguien cuando nadie puede hacerse responsable por ellos, representaciones sin ninguna complejidad que llegan directo al inconsciente de cualquiera que carezca de algo y no sepa leer esa necesidad –el alma de todos–, desde donde son enganchados en lo más efímero y son arrastrados a perpetuidad. Y ahora que los publicistas publican libros, hacen películas y filman las campañas de los candidatos, los poetas siguen hablando sobre la necesidad de que la literatura abandone tanta discursividad, que la brevedad se vuelva un valor en sí mismo porque nadie tiene tiempo, porque el tiempo es de su dueño. Si detrás del UNI/vers de Deisler había una propuesta de reunir –no unificar– las sensibilidades estéticas, una confianza en que todo el universo confluyera en un solo verso –no en una fotografía de estudio–, más que reivindicar la poesía visual sería fructífero someterla a una, dos, diez lecturas hasta que discusión superara la contemplación plácida del fetichismo y se volviera una écfrasis crítica: las salas suelen pintar de blanco sus paredes antes de cada exposición de modo que la inauguración parezca el primer día también del edificio, de la ciudad, de nuestras vidas, así que la sorpresa se me vuelve una pregunta: por qué necesito estar siempre sintiendo lo nuevo si tengo treintaiún años, de qué me importa escribir si en cualquier momento dejo de hacerlo, acaso el primer árbol sobre la Tierra también fue un fenómeno moderno y luego hubo que cortarlo para ensayar en esa superficie su representación, su dibujo, su letra, las palabras con que advertirle a otros que no había que cortarlo.
Exclusivo hecho para usted! Obras de Guillermo Deisler, catálogo de Francisca García B. Valparaíso, 2007.