UN CORPUS ÍNTEGRO FRAGMENTARIO
Quien ha pasado una noche en vela frente a la ventana sabe que no hay realmente luz ni oscuridad, que entre el crepúsculo y la mañana jamás aparece otra línea divisoria que la continua experiencia de mirar con desvelo. Quien escribe sólo para sí mismo ante esa ventana –en una pantalla que será borrada durante el día o en un cuaderno que no le mostrará a nadie– niega su aislamiento porque en sus palabras, en todo lenguaje, en todo movimiento de materiales, siempre está la posibilidad de que alguien más nos lea. Quien escribe esto comparte un nombre, un apellido, un cuerpo, un idioma; lugares y tiempos específicos que sin embargo se mezclan varias veces y en distintos momentos: no existe tal cosa como una escritura parcial, acabo de anotar al margen de una página de Escombros donde Martín Cerda señala que «en cada escrito fragmentado […] siempre se imbrican el proyecto, anhelo o deseo de un libro total y la confesión atormentada de una dificultad para aprehender la totalidad de lo real», mientras por el vidrio manchado de la pieza quizá es lluvia lo que me impide ver bien eso que pasa en una de las innumerables ventanas de los edificios que me circundan. La nota de crítica literaria, la reflexión cultural en tres párrafos, la miniatura reflexiva de Martín Cerda se me vuelve con el avance de sus páginas un vasto texto incomprensible y estimulante, a pesar de la rigurosidad racional con que argumenta lógicamente que la nueva novela de los sesenta en Francia es continuidad del formalismo realista de Flaubert más que del sociologismo de posguerra, que el cochambre de nuestra vida pública santiaguina desde los años setenta no es tanto el resultado de la pugna entre unos «nostálgicos señoriales» y unos «brigadistas de la nada» por asir el poder económico y político, sino de un progresivo adormecer el entendimiento de que en nuestra habla chilena singular colisiona la lengua del paisaje aborigen con el idioma bautismal del conquistador, para así dar paso a una instrumentalización foránea de nuestras propias palabras, que el sonido y la saliva entreverada de uno mismo se está transformando en frase ya hecha, eslogan, mensaje electrónico de la compañía, objeto, escombro. «La forma», dice Martín Cerda que decía Karl Kraus, «es el pensamiento». Esta paradoja hace que su prosa invoque supersticiosamente una y otra vez a Pierre Drieu La Rochelle y a György Lukács, a Walter Benjamin y a Antoine de Rivarol, a José Ortega y Gasset y a Ernst Jünger, a Gustave Flaubert y a Friedrich Nietzsche y a François-René Chauteaubriand y a Augusto d’Halmar –único connacional–, entre tantos autores políticamente infames que, de tan obsesionados por observar el punto final de ese único libro suyo sólido, delimitado, abarcativo y extenso que entregaría una mirada concluyente y resolutiva a las paradojas que estaban dañando sus sitios positivos y sus épocas indiscutibles, no alcanzaron a velar por la relación mínima de sus propios cuerpos –sus vidas– y fueron demolidos con el sistema entero del pensamiento de Occidente en alguna batalla, en algún derrumbe de las empresas coloniales y bélicas de los últimos cinco siglos. Pareciera que solamente los editores póstumos –con la visión de quien sólo leyendo puede escribir un discurso para el homenaje que esas mismas empresas hoy dedican a los vencidos como parte de su propaganda– tuvieran la frialdad para recoger estos pedazos y exponerlos en libros compilatorios de notas, epigramas, glosas, aforismos, reediciones y fragmentarios, pero en la dificultad de completar el sentido de sus escrituras estos autores ya habían dispuesto la disolución de sus tibios cuerpos de texto simultáneamente con su anhelo de integridad en los anaqueles bibliotecarios. Quien respira vive sin ocuparse de que se le oxigenen los pulmones, el hígado y la sangre. La paradoja es de quien habla de sí mismo, de la refutación de que la última página sea final, cuando escribe que «quizá Flaubert no escribió sino para corregirse»; la paradoja de que hasta ahora continúen inéditos algunos libros mayores de Martín Cerda, como La tentación fascista, biografía de Pierre Drieu La Rochelle,o su Flaubertiana –que anuncia como terminados entre los párrafos de sus Escombros–, y que hace que la obra ensayística suya, de visión inusualmente abarcadora entre las nuestras, conste de dos ensayos breves y tres compilaciones póstumas; la paradoja de que quien escriba de noche quiera publicar de día solamente fragmentos leves, cuando «los escombros, después de todo, no son sino el resultado visible de un proceso histórico, cuyos orígenes, sin embargo, es preciso rastrear en los estratos más profundos de la sociedad».