ENTREVISTA A MAORI PÉREZ

"LA LITERATURA ESTÁ OUT, PORQUE YO ME MUERO Y HAY LENGUAJE IGUAL"

 

 

Mutación y registro. Maori Pérez. Editorial Ciertopez. Santiago, 2007.

 

 

 

–Hola Maori. Quiero comentarte que para mí un primer efecto de lectura de los diez cuentos reunidos en Mutación y registro fue cierto vértigo relacionado con la velocidad inusitada de tus narradores. Esa velocidad también está en la conjunción del título de tu libro, en esa voluntad de forzar una serie de significados inmediatos en tus relatos breves. ¿Cuán importante es para ti esa rapidez, cómo quisieras que fuera la recepción de tus cuentos en un lector habituado a una búsqueda de períodos largos de significación, un lector que está acostumbrado a las novelas decimonónicas y a esperar de la narrativa un relato de morosidad envolvente?

 

–Hola Carlos. La rapidez no es tan importante para mí. No creo tanto en la rapidez. Creo en la meditación. Y no en cualquier meditación. Creo en las meditaciones extenuantes. Esas a las que uno entra inocentemente. Una lenta inocencia, un veneno tranquilo. Y luego te sorprendes de los colores, de los rayos verdes. Y luego ya te han atrapado, y tú decides vivir eso. El resto del proceso es largo, tú esperas que sea largo, tú esperas que te den tiempo y que al final sólo haya un reposo, un pájaro descendiendo sin tocar jamás el fondo. Pero intuyes que no es así, y es entonces cuando empiezas a decidir manual, es ahí cuando tu mano viene de otra parte, y el otro lado es, de pronto, inaccesible. Romper la pared ya no suena necesario, y tienes sed, y los vellos tiritan una música de masas. ¿Qué hacer ahí? ¿Qué harían los grandes lectores, los búfalos salvajes, cuando lo único que yazca sobre la alfombra de la literatura sean migajas y sopa tiesa? Por mi lado, yo huiría. Tomaría un libro de Dick, el más gordo, el más pesado, el más liberador y meditaría de nuevo. Pero esta vez, con un propósito: aprender a volar. Decidir en los chakras abdominales, mirar mi punto más blanco, y empezar la gran travesía, la perfecta épica del justiciero. Y no me quedaría otra que ir al gimnasio, después de muerto, aceptar los trechos largos entre mi casa y mi trabajo, definir por una vez mi madurez sexual y asumir pequeños detalles, placeres inencontrables para otros menos para mí. Los lectores saldrían de nuevo de los lagos, diríase que rejuvenecidos, revitalizados, tan naturales como el Lector del Bosque, y los leñadores tomarían frenéticos sus colchas y taparían cada falda con su miedo y su mortandad, y a mí la narrativa qué, en ese momento. Porque el Infierno habría llegado, estaría In, y yo sería mosca, tenue mosca, hija del musgo y padre de la mierda; y a volar.

 

–En varios de tus cuentos –“Ejes de mutación”, “El sol es un parásito”, “Post-póstumo”– exploras la caducidad de los registros personales de lenguaje. Llama la atención que sean cuentos sin espacio, donde se combina el habla personal muy marcada por la edad de cada narrador con una sensación de que el paso del tiempo en cualquier momento lo hará enmudecer. ¿Acaso para ti el lenguaje, la escritura, el registro sucede a partir de cierta temporalidad interior en oposición al tiempo convencional, al espacio, a las relaciones sociales?

 

–Empezaré por hablar del lenguaje. El lenguaje está out, porque yo me muero y hay lenguaje igual. La escritura, en cambio, está outro. Uno pasa por la escritura y corre el peligro de que ella pase de uno. Ahí todo es viaje. Música de viaje, palabras de viaje, adioses respecto de ese viaje. Es el viaje de los escritores. El registro está totalmente out. No me gusta que me registren. Tampoco registrar. A veces me gusta registrar, por ejemplo, las fórmulas de mis sueños. Pero sólo mientras no las registren otros, porque ahí me enojo, y no hay nada más out que el enojo. Bueno, sí lo hay, está el tiempo. ¿A partir de qué tiempo es que el lenguaje está out? Yo diría que el 2666666666 antes de Cristo, que es cuando Cristo se ve a sí mismo y dice: Oh, Dinosaurio mío, ¿qué hemos hecho de ti? ¿Qué hice yo, qué me viste, qué hiciste? Y entonces Pedro pateó al tonto dragón en el piso y se inventaron los Rolling, los Marlboro, los autos a control remoto, los perennes arbolitos de Quadra. Déjame que te hable de ese cuento. Bueno, si tú no quieres, no. En fin. De la oposición me reservaré todo comentario, porque no los conozco y yo soy muy educado con los desconocidos. Del tiempo convencional no sé nada porque, cómo bien saben los Suizos, no existe. De irme al espacio, pues, tengo ciertas dudas. Mi abuelo, que nunca fue astronauta, siempre me advertía del espacio y con razón. A las relaciones sociales les tengo un poco de escozor. Cada vez que oigo hablar de relaciones sociales, de tratos, de avances, de economía, siento que algo se ha perdido, pero no sé qué es. Supongo que es lo mejor, pero si tan sólo me acordara…

 

–A propósito de espacialidad, es curioso que plantees la forma de algunos de tus cuentos a partir de ejes cartesianos. Pareciera que es una estrategia para reducir la complejidad de ciertas situaciones narrativas a dos dimensiones, para lograr –literalmente– convertir los personajes en caricaturas de sus propias carencias, y que así el espacio del relato se acerque a una viñeta de cómic. En este sentido, ¿trabajas usualmente con premisas y condicionamientos estructurales para encontrar la forma de tus cuentos?

 

–Carlos, las premisas son muchas, los condicionamientos montones, los cómics menos, los espacios ninguno, y uno está solito en una esquina diciendo, más bien pidiendo, más bien rogando: y yo, ¿puedo existir? Es sólo eso, sólo esa imagen, una y otra vez. Y espero con toda mi alma que se libere. Que el planeta tierra sea libre. Que al fin podamos respirar.

 

–“Sueño de Karen” es uno de los cuentos más atractivos de tu libro, sobre todo por la capacidad de elipsis, de dejar fuera del lenguaje lo que parece más importante en el título y en su última línea. Esa capacidad de sugerir con los nombres de los cuentos, que siempre hace sentir al lector que lo más importante no puede decirse, ¿se relaciona con la brevedad del cuento contemporáneo? ¿Qué valor le das al fragmento en la literatura?

 

–El cuento contemporáneo jamás ha sido breve. La supuesta brevedad es un argumento comercializable, tomado de la mano de una periquita y todos danzando la Macarena en tanga. Al fragmento le doy mucho valor. El otro día me compré un fragmento por doscientos pesos. Cuando miré en mi mochila, había comprado trescientos pesos.

 

–Para seguir en el título que reúne tus cuentos, y también en referencia a tus “Relatos anamnésicos”: ¿cuán cerca está para ti la literatura del ejercicio de la memoria, la escritura del psicoanálisis y de la autobiografía?

 

–De la memoria, muy lejos. Más lejos que yo. De la escritura, muy cerca, tan cerca que es indescifrable para el ojo significativo. Del psicoanálisis, terriblemente cerca, si supieras. Perdón, ¿te manché? De la autobiografía, bueno, miremos la mancha. ¿Tú dices que es un tigre? Yo diría que sí, también, sí que ha de ser un tigre.

 

–La retórica de tus cuentos siempre acompaña los clímax narrativos con digresiones y enumeraciones enigmáticas que sin embargo no hacen que uno se pierda en la transparencia y cercanía de la voz que relata. Es posible leer en esa característica el influjo de la narrativa de Roberto Bolaño, sobre todo cuando dedicas el cuento “Juan Walker” al propio Bolaño y también a Mario Santiago. ¿Qué piensas de la ubicuidad de la escritura de Bolaño en los actuales narradores en castellano? ¿Es posible que un escritor que empieza asimile de otra manera la herencia del novelista de Blanes? ¿Es este cuento tuyo –sobre todo el sacrificio en el cual el protagonista llamado Nada ofrece su propio cuerpo para salvar al poeta mexicano de que lo atropelle el mismo auto que mata a Mario Santiago– una propuesta de solución a la influencia de Bolaño?

 

 

–Pienso que Bolaño no es ubicuo en nosotros. Bolaño es un as en un pozo violentado por amargas trasnacionales, y yo no sé cómo. Si supiera cómo, quizás ya no lo querría. Pero lo quiero. Quiero a Bolaño, quiero a Herralde y quiero a Camilo Marks, que es un loco maravilloso. Sí, es posible asumir esas herencias de otra forma. La forma de Bolaño yo diría que es como Ubik; hagámosla como Jorge Calvo. La de Herralde es como la del Espíritu Santo; ¿Magdalena de Manjar? No lo sé. ¿Y la de Camilo? Ese tipo, qué amable. Podría ser menos amable. La solución no existe, por supuesto. Si nosotros somos una solución, pues qué mejor; pero quizás no lo seamos. El problema es que tampoco hay problema. No hay nada, no hay nada, gritaremos desnudos alguna vez. Y bailaremos tenuemente. Nuestra danza, nosotros. Los riesgosos rockeros, los novelistas impostergables, los llorosos bebés de Leonor.

 

–Finalmente, me gustaría preguntarte por la mutación a la que aludes en la mayoría de los cuentos de tu libro. Específicamente tus “Relatos mutágenos” –asumiendo que mutágeno es aquello que provoca un cambio– son una serie oscura de episodios donde lo único que permanece es una voz que sigue narrando después de sus incomunicables, universales e intensas experiencias juveniles. ¿Es Mutación y registro un ficticio diario de aprendizaje, una encadenación de moralejas nunca pronunciadas, una bildungsroman contemporánea? ¿Es posible escribir ahora una novela de juventud sin la fragmentación?

 

MYR es Dios, el Dios de Bukowski, el Dios trazado. Y el tratado de los malditos pendejos machistas. No se aprende otra cosa. Nada más que pronunciar. Ningún tiempo más que su tiempo, su voz, su palanca recargada, cardíaca. Es posible escribir otra cosa; la Torah, por ejemplo. Pero eso ya es tiempo de otro, mi tiempo distinto, el canal Rock and Pop en “La hora 25”. Hasta que eso no pase, no se publique, será MYR, por un rato, y luego a otra cosa. Una cosa tan blanca y maquinal que mejor ni mirar, mi querido Carlos.