ENTREVISTA A DIEGO TRELLES

ESCRITURAS Y MENTIRAS LITERARIAS

diegotrelles1–En tu novela El círculo de los escritores asesinos todos los personajes comparten un mundo, sin embargo son los pequeños detalles los que hacen la diferencia y enriquecen tu escritura permitiendo que cada sección sea escrita desde distintas y bien logradas voces. ¿Cómo se ensaya? ¿Cómo lo buscas? ¿Cómo logras esas diferentes subjetividades?

–Yo lo relaciono, por un lado, con mi pasión por el cine. La idea de mostrar distintos ángulos de un mismo hecho como si tuvieras varias cámaras en una escena. Cada encuadre es una voz y un punto de vista distinto, y a mí me interesa tanto lo que sale enfocado en el encuadre como lo que se sugiere fuera de él. Para evitar las redundancias y no ahuyentar al lector tienes que saber manejar con propiedad las elipsis y eso es, quizás, lo más difícil. Además de eso, están los pequeños detalles que deben colocarse con aparente casualidad para, luego, volver a aparecer en una escena crucial de la trama. Como en los cuadros de Hopper, los detalles tienen la engañosa apariencia de meros accesorios, pero su importancia es vital para definir esas atmósferas decadentes en las que la gente, aunque interactúa, siempre está sola. El capítulo dedicado a Hopper no es, pues, un mero capricho propiciado por mi sincera admiración hacia su obra. Aby Warbug decía que Dios está en los detalles. Yo estoy de acuerdo con él.

–Aunque hay diferencias los personajes convergen en la obsesión: el Chato sigue a Erasmo para conversar con él, Larrita a Margarito, éste la ruta de Rimbaud y Casandra se empecina con Rohmer. ¿Cuánta obsesión hay en tu escritura? ¿Es ésta una condición per se para la literatura? ¿Cuánto de obsesivo tiene la búsqueda del detalle de Casandra?

–Me parece apropiada la relación que estableces entre mis personajes: de alguna manera, y con distintos niveles de conciencia, todos están huérfanos de un padre literario o cinematográfico y, como hace el Chato con el Demian de Hesse que busca infructuosamente por Lima o, incluso, al llamar al escritor peruano Oswaldo Reynoso —un narrador importantísimo para los escritores de mi generación— para revelarle sus miedos y dudas de cara a la escritura, existe esa búsqueda. El pulso parricida está siempre presente. Pero no es un parricidio fatuo. Considero vital en todo escritor la necesidad de apagar la voz del maestro para encontrar la propia. En ese sentido mi homenaje no sólo es a todos los artistas nombrados sino, sobre todo, a Roberto Bolaño. La actitud parricida no es literal: no se trata de negar una obra fabulosa que recién está empezando a estudiarse, eso sería idiota y presumido de mi parte. Se trata de matar simbólicamente en ti una voz que te influye sobremanera. De negarla sabiendo que, bajo esa férula vital, serías a lo sumo un epígono y eso, creo, significa la muerte para cualquier artista. En mi escritura, por otro lado, no creo que exista ese rasgo obsesivo que podría encontrarse en mis personajes.

–Entonces, ¿cómo asumes tu escritura, tus proyectos literarios?

–Respecto a mi escritura y a mi proyecto literario (que es siempre uno, en el sentido de que desearía que mi obra estuviera interrelacionada en motivos, personajes y espacios, y fuera tomada como diferentes capítulos de una misma propuesta estética), los asumo con una paciencia desesperante. Admiro a los escritores prolíficos que pueden producir una novela cada año, siempre y cuando estas novelas sean buenas o, por lo menos, decentes. Me gusta dejar madurar mis ideas mientras leo a otros autores o voy al cine.

–¿Qué detalle se presenta en El círculo de los escritores asesinos como demonio personal no-autobiográfico, que no sea parte de tu vida y que esperarías que así fuera? Un personaje, un objetivo, una escena…

–Un escritor, sospecho, se debe a lo apócrifo, a la mentira persuasiva disfrazada de verdad, más allá de si los hechos narrados se inspiran en una vivencia, carencia o anhelo personal. Quizás sea Nadja (1928) de André Breton el ejemplo más claro de lo contrario: el intento de contar una historia verídica con apoyo de referencias precisas (calles, plazas, estatuas y la aparición de miembros del movimiento surrealista acompañados de sus respectivas fotografías, que la acercan a otros géneros como la crónica personal o al testimonio, pero teniendo como eje una inspiradísima prosa poética y algunas imágenes cercanas a lo onírico y a lo fantástico), una suerte, pues, de anti-novela teniendo en cuenta los reparos que tenían los surrealistas con un género considerado enemigo por su carácter burgués. En El círculo de los escritores asesinos se mezclan hechos verídicos y apócrifos pero mi apuesta, a diferencia de los surrealistas, siempre se inclinará hacia la ficción. Algunas personas piensan que mi alter ego es el Chato porque su vida tiene mucha semejanza con algunos detalles y experiencias de la mía. Además porque es el protagonista de Hudson el redentor, mi primera obra. Eso no creo que lo responda nunca; que el lector decida, si quiere. Pienso, además, que en todos los miembros del Círculo hay algo, consciente o inconsciente, que me pertenece. Sin embargo, cuando me hice escritor en Lima nunca tuve algo parecido al Círculo, una pandilla de narradores que viviera la literatura hasta las últimas y más feroces consecuencias. Esta carencia personal de mi etapa formativa quizá responda tu pregunta.

–¿Le envidias al círculo la vida literaria extrema?

–Envidio el hecho de no haber tenido un grupo formativo con afinidades culturales que, como dices, viviera la literatura al extremo. Y no es que no hubiera en Lima, pero los que había durante mi adolescencia, es decir, durante la época de la dictadura de Fujimori, a mí me parecían estar capitaneados por unos personajes muy peculiares con los que no sentía la más mínima afinidad.


IMÁGENES CINEMATOGRÁFICAS

Trelles asume el cine como parte de su vida, lo cual queda expuesto en sus novelas y en esta conversación. Como dice al comienzo: “La idea de mostrar distintos ángulos de un mismo hecho como si tuvieras varias cámaras en una escena”. Entonces, ¿cuál es su visión del cine en su literatura? Y a la vez, ¿cuál es la visión del cine latinoamericano y peruano?

–¿Qué pasa con el cine en tu país? ¿Es Lombardi el mejor exponente del cine peruano, o películas como Días de Santiago muestran otra cara que te agrada más? ¿Te gusta el cine de tu país? ¿Qué recomiendas de éste?

–Pancho Lombardi es el cineasta más constante del cine peruano, no es poco mérito haber hecho 13 filmes en un país en donde no existe una industria cinematográfica y donde el gremio de cineastas tiene que rogarle todos los años al gobierno de turno para que pague una suma irrisoria al fondo Ibermedia (Perú es uno de los pocos países que siempre está semi expulsado de ese proyecto por moroso), o para que entregue el dinero del concurso nacional de Conacine. Lo curioso es que hay una vitalidad asombrosa de muchos jóvenes cineastas y de gente relacionada al cine, que puede trabajar gratis y hacer fiestas pro-fondos por un cortometraje o para asistir a un Festival, por ejemplo.

Lombardi es, pues, un caso atípico, envidiable en el medio, claro, cuántos quisieran tener esa constancia y, sin embargo, no puedo considerarlo el mejor exponente del cine peruano. De hecho, tengo serias dudas de que Lombardi sea —o haya querido ser— un autor, si uno piensa, por ejemplo, que en Chile hay un Raúl Ruiz y un Andrés Wood, y en Cuba un Tomás Gutiérrez Alea y en Argentina un Leonardo Favio, un Adrián Caetano (o Lucrecia Martel o Pablo Trapero o Lisandro Alonso o Carlos Sorín) y en Uruguay un Rebella y un Stoll. Frente a estos cineastas, ¿cómo evaluar estéticamente el cine de Lombardi? Tiene, es cierto, dos cintas que están muy bien —La boca del lobo (1986) y Bajo la piel (1996)— pero hasta ahí nomás llegamos, porque la apuesta de Lombardi nunca ha sido por construir un mundo personal, un estilo propio o una visión de autor. Frente a esta timidez irritante del cineasta peruano más prolífico, Días de Santiago de Josué Méndez oxigenó tremendamente algo que languidecía en Perú. Días de Santiago muestra la mano de un autor en ciernes del que se puede esperar mucho, y eso era casi inédito en mi país. Lo mismo ocurre con otros cineastas peruanos como Aldo Salvini (recomiendo sus cortometrajes y la reciente, El caudillo Pardo), Claudia Llosa, Alvaro Velarde, Frank Pérez y, aunque sus óperas primas las siento fallidas, incluiría también en este grupo a Fabricio Aguilar y a Eduardo Mendoza.

–En cuanto a tu escritura, ¿cuál sería tu poética de una literatura cinematográfica? ¿Cómo harías esa relación o proyectarías el diálogo?

–No sé si definiría lo mío como una literatura cinematográfica. Las relaciones, el diálogo entre ambas se dan tanto en el nivel de las referencias como en la forma. Quienes tuvieron muy clara esa relación fueron los escritores franceses del Nouveau Roman (de hecho Robbe-Grillet es también cineasta). Sin embargo, y aunque su novela experimental La celosía me parece muy buena, me influyó más la manera como el Vargas Llosa de La casa verde o el Puig de La traición de Rita Hayworth o de The Buenos Aires Affaire incorporaron, cada uno a su forma, técnicas narrativas del cine. Los saltos temporales, los flashbacks en La casa verde son perfectos, Vargas Llosa los ejecuta cuando hablan dos personajes en tiempos distintos, lo cual es asombroso. Los diálogos con estructura de guión de Puig y esa obsesión de sus personajes por liberar sus frustraciones en las salas de cine, además de sus constantes alusiones a las divas de Hollywood, es también algo que introdujo el argentino y que me influyó.


VARGAS LLOSA Y LA CIUDAD

Es casi imposible no converger en Vargas Llosa si se habla de literatura peruana: mal para los escritores que vienen detrás de él o sólida base que los avala.

–En tu novela, y en general en novelas que transitan por Perú, no puedo dejar de ver a Vargas Llosa y La ciudad y los perros y Conversación en la Catedral. ¿Te gusta la ciudad de Vargas Llosa? ¿Te gusta la ciudad que muestras? ¿Es Vargas Llosa un padre en la narrativa como lo es Vallejo en poesía?

–Vargas Llosa supone un antes y un después en la literatura peruana desde la publicación de La ciudad y los perros y su influencia, su aliento narrativo, fue determinante para muchos escritores no sólo peruanos (pienso en Fuguet o Paz Soldán, por ejemplo, quienes lo reconocen como una influencia primordial). En ese sentido sí es un padre para muchos escritores, sobre todo para los que escribieron en los ochenta. Recuerdo que fue tras la lectura de Los cachorros que decidí, de manera consciente, que sería escritor y, bueno, luego cuando leo La ciudad y los perros, La casa verde, La guerra del fin del mundo y, la mejor, Conversación en la catedral, mi devoción por Vargas Llosa es absoluta, casi fanática. Yo, desde luego, tomo profunda distancia de sus posiciones políticas, no comparto casi ninguna, pero como escritor me parece formidable y, además, fue de su mano que se me abrió el maravilloso mundo narrativo de William Faulkner. Pero hay otros autores peruanos, claro: José María Arguedas, antes que ninguno; luego los cuentos de Julio Ramón Ribeyro; Oswaldo Reynoso que es un escritor que no ha sido publicado fuera de Perú y eso es sorprendente porque es un clásico vivo de nuestras letras. Reynoso incorpora en su prosa poética la jerga del joven lumpen limeño. Eso era inédito, incluso incorrecto en la literatura hasta que publica Los inocentes en 1961, un libro de culto, y es atacado, juzgado de inmoral por los críticos pudorosos que siempre se reproducen en todos lados. La influencia de Reynoso en escritores de mi generación es inmensa. Otros autores: Edgardo Rivera Martínez, el primer Bryce Echenique, Miguel Gutiérrez, Enrique Congrains, Luis Loayza, Guillermo Niño de Guzmán, Óscar Malca, Jaime Bedoya, Jorge Salazar, Fernando Iwasaki, Peter Elmore, Mario Bellatín (aunque Bellatín nació en México y vive allá, la trilogía inicial que incluye Salón de belleza la escribe en Perú). Ahora mismo, lo que escriben jóvenes como Santiago Roncagliolo, Daniel Alarcón, Marco García Falcón, Sandro Bossio o Sergio Galarza tiene un nivel muy bueno.

La ciudad de Vargas Llosa, la Lima que vivieron mis padres y sus referencias a la música mambo de Pérez Prado, a lugares como el Cream Rica o la quinta donde vive Zavalita en Miraflores (y que he visitado muchas veces sólo para imaginármelo), esa Lima ajena para mí, es absolutamente atrayente. La Lima que yo muestro en Hudson, el redentor es muy reducida porque los personajes deambulan en el barrio clasemediero de Magdalena y de ahí no salen ni intentan salir. Magdalena es el microcosmos donde se reproduce, a menor escala, toda la podredumbre moral que vivimos durante la dictadura de Fujimori. En El círculo de los escritores asesinos aparece la Lima del Centro, con sus cantinas atiborradas de escritores inéditos que se pasan la noche hablando de esa gran novela que nunca escriben. Pero también aparece la Lima del Opus Dei, del club Regattas Lima (donde los negros y las mujeres no pueden ser socios), del exclusivo e ilegal balneario de Asia (donde las empleadas domésticas tienen que utilizar mandil y no pueden bañarse en el mar con los patrones). Es decir, una ciudad desfigurada por un racismo feroz que el mercado promueve y justifica. Esa Lima de espanto a mí me avergüenza y, quizás por eso, para exorcizarla, está presente en mi novela.

Muchos temas se abren al hablar de cine y literatura, pero quizá lo que queda son las visiones que va ofreciendo un escritor en sus entrevistas, las cuales se podrán contrastar con las que vengan más adelante, cuando logre terminar sus proyectos y cuando llegue oficialmente a Chile. Es de esperar que estas palabras no terminen aquí.

*LA SEGUNDA PARTE DE ESTA ENTREVISTA ESTÁ PUBLICADA EN EL BLOG PERSONAL elvasotomado.blogspot.com