EN TONTILANDIA, de Jenaro Prieto

DEL ODIO IMPRONUNCIABLE

 

en_tontilandiaOtra prueba de que el futuro es una falacia que se desenmascara en las fiestas de cumpleaños, matrimonios, funerales o año nuevos -una esperanza que termina en los basureros, junto a cientos de periódicos de anteayer, calendarios caducos, relojes dañados, y que sin embargo cada mañana despierta junto a nosotros- es la actualidad de una ejemplar crónica de Jenaro Prieto fechada en 1926, donde el escritor chileno recurre a la imagen del loro -como Roberto Merino, como Juan Emar, como Pepo- para preguntarse si la literatura es el diálogo de alguien con sus personas o bien una esperanza de verdadera comunicación con otro. Prieto ensaya una respuesta por medio de un diálogo fingido de un doble suyo -el cronista- con el dueño de una frutería que no sabe qué hacer con su loro, el cual atrae a los clientes con su fenomenal capacidad de hablar para inmediatamente espantarlos a garabatos.

 

        El cronista de Prieto piensa en lo que quiere escribir cada mañana, mientras se afeita o se peina, mirándose al espejo: una novela como El socio, donde la estructura no esté dada por la aparición del doble encarnado, sino por la completa incapacidad de ver la paja en el ojo ajeno ni la viga en el propio. Entonces el cronista comienza a caminar por las calles de una utopía satírica, sin percatarse de que Swift -el homenajeado- sí entendió la paradoja del gentilicio cuando bautizó los destinos de Gulliver; un país adquiere la grandeza y la ridiculez de quienes ahí viven, pero jamás será llamado según las características de esa gente, acaso para que ellos mismos tengan oportunidad de redimirse cada vez que pronuncien el nombre de su casa: el lugar donde vivo me trasciende, Chile en realidad se refiere al trino de una bandada de pájaros que pasa por el cielo ahora mismo, y no a la nación de estúpidos por donde disfruta pasear el cronista. Para capturar nuestra más mínima torpeza, el cronista de Prieto acude a tal capacidad de mímesis de virtudes como la “normalidad” y la “sanidad” -eso de la paja en el ojo ajeno lo hace aborrecer de las elusivas novelas de Proust- que justamente pierde la capacidad de darle proporciones humanas, contradictorias, misteriosas a su relato. Las personas que En Tontilandia critica se transforman en caricaturas, cada nombre y apellido que el cronista cita se empequeñece en el mapa de un país abstracto cuyo verdadero nombre es sentido común y que -como el narrador donosiano padecía- no tiene límites: somos lo que hacemos, nada más que abogados, periodistas, políticos, almaceneros, modistas, aviadores, actores. Nada más que un redactor que se dedica a escribir, sin importarle para quién.

 

        Son los trenes, los vestidos, las pipas, los aviones, las estatuas, los automóviles, las máquinas de escribir y los libros los que, por contraste, se vuelven fascinantes para este cronista, porque a diferencia de las personas sus mecanismos internos existen porque son transparentes, a pesar de que dejan de funcionar o se comportan de manera ridícula apenas son accionados por alguno de los tontilandeses. El desperfecto de esas máquinas hace que nuevamente la mirada se dirija hacia el cronista, hacia el ser humano que comete la torpeza y que vuelve risible el fracaso del humor. ¿Cuál es el límite que separa la alegría de la risa, la risa de la mueca, la mueca del llanto, el llanto del puro histrionismo? Lo que sale de mi mano forma parte de mi propia mano, lo que mi ojo ve es lo que tengo dentro, cada palabra forma parte de la voz de quien la ha escrito; esa persona muere, sus crónicas de 1929 son recopiladas en un libro de 2007, el país cuyo nombre tiene el canto de un pájaro está habitado por gente a la que le gusta saber que vive en otra parte: en Tontilandia la pregunta relevante no es quién es el tonto y quién el inteligente, sino dónde están los espejos, si el escritor que inventa un mundo de palabras no está anotando acaso la calidad de su amor, pronunciando su propia incapacidad de salir a la calle y odiar a sus semejantes. Entonces la parábola de Prieto adquiere pleno sentido para mí -logra así comunicarse con otro, con un lector distante de su ánimo-, cuando el cronista señala que por lástima a la persona del dueño de la frutería decide comprarle el loro, para tenerlo en su patio y observar cómo calla, cómo un animal que tiene la gracia de la palabra prefiere pasar desapercibido en el silencio antes que convertirse en un fenómeno publicitario por medio del insulto.

 

 


EN TONTILANDIA. Jenaro Prieto. Ediciones B. Santiago de Chile, 2006.