POR UN TÚNEL NEGRO Y RÁPIDO
Supongamos -siguiendo a Stendhal- que la vida diaria y eso que sucede en cada libro que nos involucra fueran dos espejos enfrentados a ambos lados de un pasillo por donde caminamos cada uno sabe hacia dónde. La mayor parte del tiempo la vastedad de esta experiencia nos haría cerrar los ojos, pero a veces un hipo, una redundancia o un eclipse donde dos figuras ajenas parecieran la misma nos permite fijar la vista. Es que hoy no pasa seguido que lugar, tiempo y lectura tengan alguna continuidad, a diferencia de lo que me gusta imaginar le ocurría antaño a tragediógrafos, trovadores, monjes caligrafistas y novelistas folletineros; sin embargo, cada vez que empezaba a leer una crónica de En busca del loro atrofiado, de Roberto Merino, calculaba con angustia en el vagón del metro donde iba que no alcanzaría a terminar de leer antes de llegar a la estación. En ese momento se producía el portento de que el acto de lectura se plegaba a mi acto de existencia: apretado, incómodo, acalorado entre desconocidos y a cada estación más cercanos cuerpos, ropas, peinados, olores, miradas, transpiraciones y diálogos, debía apurar las páginas de Merino, que eran columnas de un diario, pero también un gracioso glosario de la oralidad chilena; que eran severas exégesis de lugares comunes, pero también un álbum familiar; una enciclopedia de la cultura pop anterior a la existencia de la cultura pop, un compilado de crítica literaria, un ensayo sobre la novela de aprendizaje y, sobre todo, un diario íntimo donde el narrador, para no decir esa negra angustia que señala en su nota prologal, recuerda tiempos mejores. O peores. Debía detenerme a disfrutar cómo Merino puso en el papel esas figuras tan distantes que habitan en los espejos de su propio pasillo, pero con apuro, antes de que los vidrios del metro dejaran de entregarme el reflejo de esas decenas de personas increíblemente extrañas y normales que se apretaban contra mí un día cualquiera, antes de que apareciera el pasillo del andén, o el espejo de la estación que me devolviera mi propia mirada. O la mirada de una tercera persona.
Por un momento, cuando el vagón seguía a toda velocidad en el túnel negro, el tiempo, el espacio y el libro eran solamente la brevedad, soltura, gracia, melancolía y vergüenza de Roberto Merino frente a su computador, declarando que nunca ha "sido partidario de darle a la escritura un carácter dramático, porque la entiendo más bien como un destilado del pensamiento y la conversación". Por un momento coexistían el metro repleto de gente en verano, mi propia persona y también Merino sentado en la ventana de su antigua casa frente al cerro Santa Lucía, de madrugada, describiendo el silencio de una ciudad como el instante en que los ruidos articulan una melodía, la de esa canción que suena sin parar en la cabeza de uno como un oráculo; para que páginas después la actividad incesante de la ciudad o la acumulación sensorial del zaping televisivo también fueran defendidas por el cronista como necesarias interrupciones del pensamiento, desconcentraciones que llevarían con mayor intensidad hacia el interior del narrador que toda la placidez del campo y la sabiduría moral de la alta cultura. Simultáneamente, también, yo dejaba la lectura misma para entender la raíz griega de la palabra crónica, escritura de chronos, escritura temporal, redacción del tiempo. Por un momento todo es breve, ágil, fugaz. El mismo cronista señala que comenzó a redactar tantas veces en su cabeza a partir de la contemplación de los pasajeros del metro que iban a su lado; hoy yo también soy pasajero, y no hay lugar para otra certeza en este tiempo.
Pero me gustaría también leer la novela que Roberto Merino escribiría frente al mar o en la cima de una montaña, además de la que escribió en el cerro Santa Lucía. Preguntarle cómo cree que se podría escribir un enfrentamiento con la muerte. Mientras tanto, me doy cuenta que a la descripción del pasillo por donde caminamos debiera agregar las láminas de otros espejos, hasta que incluso diera la impresión de que no se puede caminar a través de él. El reflejo de lo extraordinario, por ejemplo. Existe un loro atrofiado -señala nuestro cronista- un pájaro que no puede volar y que camina a duras penas. Los estudiosos no se explican su sobrevivencia; acaso se les olvida que los loros pueden imitar a los humanos, cuando hablan.
EN BUSCA DEL LORO ATROFIADO. Roberto Merino. JC Sáez Editor. Santiago, 2005.