EL SEGUNDO DESEO, de Ramón Díaz Eterovic

 

LA CIUDAD SIGUE TRISTE

Leo las nuevas páginas de Heredia y me doy cuenta de que está cansado. Leo el comienzo de El segundo deseo y me recuerda Episodio del enemigo de Jorge Luis Borges, cuando el protagonista, amenazado por su rival, escapa por la única vía que le quedaba: despertando. Sueño y realidad, una pareja que funciona en la literatura y que también da pie a la escena inicial de la última entrega de Ramón Díaz Eterovic (1956). Sólo que en este caso Heredia no tiene la destreza de Borges y se empantana en la pesadilla, de la cual despierta volviendo a la pesadilla cotidiana de su ciudad. Buen comienzo, el que nos da pie para decirnos que el Heredia de hoy no lo está pasando bien –no estoy seguro de que lo haya pasado muy bien alguna vez–, para anunciarnos que al parecer la ciudad todavía sigue triste.

Recuerdo antiguas páginas de Heredia. Han sido casi veinte años desde que comenzaron sus aventuras literarias en La ciudad está triste (1987) –cinco años desde que las sigo–, casi veinte años desde la búsqueda que se hacía en esa novela de detenidos desaparecidos en la dictadura, marcando un constante tránsito por la ciudad y un intento de hacer justicia con las propias manos, sin otro anhelo que el anonimato: “Dejar pasar otro día sin hacer mucho esfuerzo porque se note mi presencia”. Heredia, un sujeto oculto entre la masa, un sujeto que lleva adherido en su piel lo cotidiano, su rutina en esa ciudad que habita, que a pesar de su oscuridad y tristeza odia abandonar, como cuando en Nunca enamores a un forastero debe desplazarse a Punta Arenas: “Odio salir de Santiago. Me gusta su gente dándose codazos en las calles […] Me gusta observar el ajetreo de la ciudad desde el ventanal de mi oficina, ubicada en las cercanías de la Estación Mapocho”. Un Heredia citadino, una animal urbano que no teme meter sus narices en ninguna parte, un caminante per se que observa, siente, palpa… Un flaneur que se desplaza por entre la masa intentando hacer justicia; no esa justicia que no funciona, sino sólo la que está al alcance de su mano.

Reviso otras páginas de Heredia. En Ángeles y solitarios dice: “Nadie se ilusiona a los cuarenta y cinco años, cuando arrastras golpes interiores, pequeños y reiterados recortes en el optimismo”. La ilusión es mínima, el optimismo por un mundo mejor es menor, sólo tenues atisbos emanan de sus palabras, como en El color de la piel: “Cerré los ojos esperando que el murmullo de la plaza me arrullara como una canción de cuna. La magia no se produjo y, al reabrir los ojos, una vez más contemplé el espectáculo de la gente, sus gritos y risas que no se extinguirían hasta la madrugada”. La ciudad es el escenario en donde Heredia se mueve y en donde hace funcionar su pequeña red de contactos para resolver los casos que le asignan otros personajes que buscan saldar cuentas con sus pasados, con la memoria, que intentan quedarse con un leve dejo de justicia. Heredia comenta a Dagoberto Solis en Ángeles y solitarios: “Si vine a verte fue porque pensé que podrías darme algunas luces sobre su modo de ser, trabajo o amistades”. Luces, pistas, huellas en el camino que le permitan reconstruir el pasado. Intuiciones, corazonadas, azares que se repiten en la misma novela, pero que funcionan en todas las demás: “Si no tienes sospechosos encomiéndate a la fortuna, recordé que me había dicho Dagoberto Solís cierta vez…”. Como sea, Heredia se lanza a indagar, en una acción que es parte de su vida: “¿Cómo podría resumir mi vida? Buscar huellas en el pasado y en lo más oscuro del presente, obsesionado con una justicia frágil y ambigua” (Ángeles y solitarios). Idea que se complementa con El segundo deseo, cuando le dice a uno de los personajes: “En el hipódromo al que suelo ir corre una yegua llamada justicia. Nunca he apostado un mísero peso a sus patas. Sus dueños la hacen correr ñata y cuando intenta ganar, llega placé”. Heredia hurga en la ciudad por intuición, experiencia y sus ayudantes ad honorem.

Leo las nuevas páginas de Heredia y la imagen se repite: la ciudad, un caso, la búsqueda, Mahler de fondo, Simenon como compañía, amigos, contactos y Heredia pensando en qué pasos dar para encontrar la pista que lo lleve a solucionar el caso que alguien le asignó. La imagen se repite, pero funciona. Investigaciones de Chile, un presente frágil y poco esperanzador, bares, amoríos, golpes en el cuerpo, pasos perdidos en la ciudad, los caballos, la música y la poesía. El mundo de Heredia. Leo las nuevas páginas de Heredia y me doy cuenta de que está cansado, él mismo se lo dice a Griseta cuando ésta le comenta que todo sigue igual: “Que no te engañen las apariencias. Los libros han acumulado polvo, Simenon y yo estamos más viejos y no tenemos el mismo entusiasmo para salir a corretear”. Pero a pesar de eso, aún tiene ánimo para embarcarse en una doble búsqueda, la del padre de Julio Servilo y la del suyo. Para lo primero hace lo de siempre, arroja migas en el camino para luego seguirlas y bifurcarse a medida que se encienden tenues luces. Para lo segundo, comienza una búsqueda que lo lleva a adentrarse en una parte de su pasado que no había querido tocar. El año 97 Heredia entraba en el libro Novela chilena: nuevas generaciones, el abordaje de los huérfanos de Rodrigo Cánovas como uno de los personajes huérfanos de la literatura chilena de los noventa. Hoy, Heredia busca romper con esa imagen y sale a indagar en las huellas que lo lleven a encontrar a su padre: Buenaventura Dantés.

Avanzo en las nuevas páginas de Heredia. Nuevamente el detective recurre a su simple pero efectiva gama de contactos, que van desde los menos influyentes como Anselmo, su amigo quiosquero, y su gato y fiel conciencia Simenon, hasta contactos que manejan valiosa información en Investigaciones, como Doris Fabra, el tipo de ayudante que siempre ha mantenido Heredia en tales esferas, como antes fueron Dagoberto Solís y Franklin Serón entre otros. También está la ayuda del periodista Campbell y del librero. Y no olvidemos a los ayudantes de paso que encuentra cuando va de un lugar a otro en la ciudad, y que reciben los golpes del sistema que intenta desactivar Heredia, como los es en esta novela la figura Arsenio Palermo. En este mapa la búsqueda no cesa: “Hay que seguir buscando. A tipos como nosotros nadie nos sirve en bandeja”, comenta en El segundo deseo.

Por un lado la búsqueda de Servilo hace que Heredia se adentre en una red clandestina de hogares de ancianos. Por otro, la figura de Buenaventura Dantés abre heridas y recuerdos que Heredia creía tener controlados. Antes de morir su madre dejó dos deseos para que Mercedes, su amiga, se los hiciera saber a Heredia, sin embargo, la amiga no lo consiguió y también fue alcanzada por la muerte, por lo que tuvo que ser la hija quien finalmente cumplió con la misión, el deseo. Una carta, una foto, los deseos de su madre, luego el reencuentro con el padre Brown serán algunas de las entradas para reencontrarse con su pasado. Y duele, le cuesta; Heredia no es el mismo de otras entregas y eso hace diferente a esta novela, ya que a pesar de continuar con el pesimismo que le impide creer en el sistema, su cuerpo ya no responde como antes. Sigue arrojando migas, pero ya no con la frialdad de buscar por otros. Hoy intenta saldar cuentas con su pasado y no sabemos cómo va a salir parado.

El primer deseo de la madre de Heredia es que no quede solo, El segundo deseo es que encuentre a su padre, el tercero tal vez es la disposición de Heredia por cumplir, el cuarto debería ser del lector que sigue a Heredia desde hace un tiempo para seguir enterándose de sus aventuras y reconstruyendo una vida. El lector que por primera vez se acerca al mundo que habita este detective querrá adentrarse en el pasado y hurgar en las novelas anteriores. Lo que viene es cuestión de tiempo. Por mientras, la ciudad sigue triste.