EL PÚGIL, de Mike Wilson Reginato

DE ATMÓSFERAS GRISES, MÁQUINAS Y CITAS

Llama la atención el interés literario provocado por la novela de Mike Wilson —argentino-estadounidense residente en Chile—, tanto en los escritores que aparecen hablando en su contraportada como en los críticos que la han comentado en la prensa. Entre los primeros se encuentra Edmundo Paz Soldán, quien dice que “la mejor ciencia ficción se está escribiendo hoy en Chile, y Mike Wilson es uno de sus nombres fundamentales”, mientras Álvaro Bisama sostiene que Wilson “escribe sobre un presente imposible”, Francisco Ortega que esta novela es “un drama retrofuturista. Una historia del fin del mundo en el fin del mundo”, y Jorge Baradit que, al cerrar el libro, no sabe si lo cerró realmente o “si lo que tienes en la mano no es más que un atado de viejas fotografías que simulan ser un recuerdo en la cabeza de alguien más”. Estas voces producen una expectativa difícil de eludir al momento de leer la novela. Por otro lado, los críticos que acusan recibo del libro, Camilo Marks y Juan Manuel Vial, de El Mercurio (1) y La Tercera (2), respectivamente, coinciden en valorar El púgil a pesar de la sobrecarga de anécdotas y citas (Marks) y los momentos “sumamente ingratos que ofrece” (Vial). Me sumo a estas opiniones positivas, sobre todo por el hecho de entender que una novela, con altos y bajos, puede ser una obra bien valorada en su conjunto. Ambos críticos coinciden en señalar que habrá lectores que no soportarán la lectura, convergencia de la cual tomo distancia ya que tal distancia que adopten esos lectores es normal dentro de la diversidad de opiniones, más si se considera que el género en el cual se enmarca el libro que las concita tiene un público consumidor claro, o algo así.
        Vamos a la novela. Se trata de ciencia ficción en su construcción, en su relato y en los referentes de género que se dejan ver. Roque Art —no Roberto Arlt—, o el Brujo o Major Tom, es el púgil que después de caer a la lona del Luna Park de Buenos Aires se pone a llorar. Esa es la escena o imagen inicial de la novela, que es rescatada al otro día por el diario El Clarín. Roque lee el artículo, intenta ponerse de pie y tambalea. Observa su departamento “pequeño, gris, de un ambiente, con una mesa y dos sillas de aluminio, un foco sin pantalla que colgaba del techo, una cocina lamentable, pero limpia, y un refrigerador pequeño verde-oliva que emitía un zumbido alegre”. Es un boxeador en su departamento y frente a su refrigerador, este último apodado el Androide —memorable es el momento en que se relata, al final de la novela, cómo se reunieron ambos en el año 83—, o como el mismo prefiere llamarse: Hal, en explícita alusión a la máquina de 2001: odisea en el espacio, de Kubrick. Esta escena, contundente en su calidad de imagen literaria, es la base de lo que vendrá: un sujeto perdedor en una atmósfera de ruina, donde las máquinas tienen un lugar de avanzada y donde la cita al cine es parte de la construcción del mundo narrado.
        De esta forma, la atmósfera en ruinas dará cuenta de un mundo apocalíptico con matices grises, pertinente al desempeño de los que la habitan: “Desde el octavo piso las siluetas de los edificios se alzaban hacia el cielo nocturno y Art se imaginaba que ese paisaje oscuro y urbano ocultaba, en las sombras más negras, superhéroes de cómic esperando saltar de azotea en azotea en busca de algún supervillano”. Esta descripción me recuerda a un amigo en un viaje que hicimos a Buenos Aires, cuando se imaginaba que unos edificios frente al Mercado de Abastos eran el escenario preciso de un cómic. También me recuerda a Sin City, de Frank Miller: “Abandonaron las ruinas de Ital Park, no sabían qué más decirse. Mayor Tom avanzó por la ciudad fantasma”. La ciudad, un Buenos Aires destruido, es el escenario donde todo transcurre como ocaso e imagen de un mundo desolado, donde “Art y Alicia avanzaban por la ciudad, corriendo por las avenidas desiertas, buscando un camino entre coches abandonados”.

        Lo anterior se da en concordancia con los acontecimientos a lo largo de El púgil, donde además el protagonista se enfrenta a una familia de máquinas hogareñas en un mundo donde los afectos están en bajada: “La lavandería era, para él, la manifestación perfecta de los Prototipos, desplazando las figuras humanas por la ternura y el calor abrazador de las máquinas automáticas, enfiladas con disciplina y exhibiendo sus ranuras tragamonedas con patriotismo. […] Perdido en la virtualidad, Art aprovechaba cada momento efímero con su familia simulada”. Es un mundo de máquinas donde Hal, el Androide, tiene un lugar como personaje cercano al protagonista, a quien el mismo Hal llama Major Tom. Hal habla en lenguaje humano, pero también en el de las máquinas:
        “La ciudad volvió a iluminarse. Los ojos de Hal se atenuaron.

        —svss… ¿c…cómo sabes. dónde terminas tú… y dónde comienza tu svjjjhh… entorno? Svss…
        —Espera.

        —kjjjhhhhhh…
        —Tranquilo.
        —svssss.
        —Déjate llevar…
        —… Art se acercó, precavido, se arrodilló a su lado y apoyó su oído contra el aluminio.Pudo oír su vida”.
        De esta manera el Androide interactúa con Hal, sintiendo y expresándose como humano, mezclando palabras con zumbidos que brotan de su humanidad electrónica. Y percibe a su manera: “Hal escaneó el ambiente con sus ojos nuevos: un par de rayos láser barriendo el espacio”. Escanear, como acción de la máquina, es un verbo del lenguaje electrónico sensible que reemplaza a expresiones palpar o percibir.
        Otro punto sobresaliente en El púgil es la constante cita a referentes pop y, sobre todo, cinematográficos, la que a veces es excesiva y a veces pertinente, como parte de una propuesta que también evidencia una queja de Art hacia Hal:
        “—Dejá de citar películas.
        —así me entiendes.”
        Se trata de reflexionar sobre la cita como forma, también, de entenderse entre el narrador y el lector, quien sale al encuentro del mensaje con referentes explícitos, huellas intertextuales que la novela va dejando en el camino para ir formando una atmósfera ya evidenciada en las descripciones del espacio. Sin embargo la intertextualidad hace que se corra el riesgo de dejar a un lado el esfuerzo –por decirlo de alguna forma– detectivesco del lector para develar un sentido: “en el centro del espacio había un hombre vestido a lo Reservoir Dogs”. En muchos casos el referente es explícito, no sugiere, la cita por la cita puede saturar los párrafos y sobre todo dejar mal parado a quien quiere usufructuar demasiado del referente, tornando una novela en una especie de collage cinéfilo. En El púgil, empero, este exceso no derrumba la novela, que elude los golpes y sigue funcionando gracias a las atmósferas grises, las máquinas y la concatenación de imágenes, con lo cual el relato no se detiene. La promesa inicial de El púgil se cumple finalmente, en la conjunción de estos tres elementos. Es interesante la aparición de Mike Wilson en la escena literaria, con una novela para adictos a la ciencia ficción y también para quienes disfruten de otras narrativas.

 

 


NOTAS

(1) Camilo Marks, “Fotosíntesis de oxidación”, El Mercurio, Revista de Libros, 4 de mayo de 2008.
(2) Juan Manuel Vial, “Dexteridad aeon-fluxiana”, La Tercera, Cultura, 24 de mayo de 2008.

 

 

 
 

 

 


 

 


El púgil. Mike Wilson Reginato. Editorial Forja. Santiago, 2008.