Partituras para las relaciones afectivas con el objeto
Al leer el conjunto de escenas o ejercicios vocales del yo que conforman los cuentos de Isabel Mellado uno tiene la sensación de que los límites de los humanos son febles y borrosos. Esa luz roja que nos prohíbe caminar, esos autos que pedalean amenazadores, este concreto que piso. Dónde habrá quedado, si es que alguna vez lo hubo más allá de la fantasía de un par de hombres con dinero y tiempo en sus manos, ese flâneur que dejaba ir su tranco para mirar toda su contemporaneidad como turismo. Dos adultos y un niño se han sentado en las escalinatas cansados ya de ese día a día sin rumbo ni placer; el cuerpo, incluso el más lleno de energía, aparece precario en medio de la multitud, las luces, los espejos, las tiendas, las ropas caras y la comida envuelta en paquetitos plásticos. Mientras me alejo de los quejidos del niño y empiezo a sentir el olor a basura que emana de la vereda, trato de hacer encajar ese libro que teorizaba sobre el efecto de los objetos en nuestros actos, pensamientos y emociones con el segundo cuento de El perro que comía silencio, que empieza así: «hoy mi espejo se puso furioso porque llegué tarde a la cita matutina». Reformulando uno de los tópicos de tantas novelas desde donde surge la posibilidad de una voz –ese hombre supura por la herida dejada por la mujer que lo ha abandonado– es el espejo quien ahora ha ocupado el lugar de la amada (qué es el amor sino esa manifestación narcisística que cubre a todos nuestros objetos amados con una ausencia, la ausencia que funda toda subjetividad). El espejo se empaña, se encariña, se pudre, hiede, tiene memoria. Pero el amor nunca es ideal, ni siquiera con un objeto. Ese espejo, ahora carne, exige y habla. El libro de Mellado empieza con la exigencia de una palabra anómala que nos interpela desde donde menos lo esperamos: los objetos y los animales exigen nuestra escucha. Sus sonidos nos penetran por el surco que nunca se cierra y desdibuja los límites entre el adentro y el afuera, entre lo humano y todo lo demás.
Cómo podrían los objetos, se preguntaba una teórica, ser catalizadores de multitudes. Por ejemplo, cómo el exceso de botellas plásticas y estos vasitos en los que nos entregan el café modifican los modos en que vivimos nuestra cotidianidad y en la manera en que pensamos los vínculos afectivos con nuestro entorno. Para quienes vamos al teatro de vez en cuando no es un concepto que caiga fuera de tiesto, bien conocemos cómo un objeto puede convertirse en agente de un drama –una caja cerrada en medio de una habitación. Tampoco para quienes vemos películas noir –un maletín que contiene riquezas, una estatuilla de valor incierto–, a quienes vivimos en Estados Unidos –una maleta dejada quién sabe por qué razón en un aeropuerto–, a quienes interpretan la realidad a través del marxismo –una cierta aura que se convierte en dinero en manos del explotador–, a todos quienes vivimos en el capitalismo –aquel papel, aquel número que pasa de mano en mano– o quienes entregamos los papeles en las fronteras. Nuestra literatura por lo general nos quiere llevar por el camino que nos cuente la historia de ese rostro que ocupa el primer plano, ese personaje que padece utilizando todos esos objetos para avanzar en su historia. Sin embargo, si uno atendiera a todos los objetos alrededor del primer plano de esa cara humana que habla o se tuerce de dolor, podríamos, como describe Raúl Ruiz en una de sus poéticas, acceder a todas las historias que existen de manera potencial entre cada uno de los objetos.
El perro que comía silencio se construye en las múltiples tensiones con las existencias no humanas: desde las plantas y sus maceteros, los números y la espuma, el agua, la suciedad y la comida. En la pluma de Mellado, los objetos se toman la palabra y cuentan la cotidianidad humana con distancia, la misma distancia que se interpone entre los acontecimientos propiamente humanos y la de esos objetos cuya sobrevivencia se basa en una relación subordinada. La humanidad está puesta en juicio, pues, con ese mecanismo: una mujer compra una flor que típicamente se encuentra en los jardines de casas adineradas para decorar la casa que comparte con un esposo abusador y violento. La planta narra cómo su destino, una vez separada de su tierra, queda expuesto a la falta de cariño, agua y alimentos por humanos incapaces de hacerse cargo siquiera de su propia existencia. Así, no es una metáfora lo que da título al primer cuento y a este libro: el silencio es el alimento del perro. Pero no por eso deja de hablarnos. La animalidad y su silencio son justamente las características que nos interpelan para mirar cara a cara la flacura de sus costillas, la enfermedad en su cuerpo y el abandono de una miseria creada por un hombre despreciable y un pueblo que hace caso omiso a los perros que mueren de intemperie. Con esos gestos literarios aparecen nuestros límites.
Mellado modela la voz de sus cuentos con un tono de confesión perversa; su estrategia es el humor, una cierta levedad de la expresión para hablar sobre los lugares precarios, donde todo lo que hay son relaciones constantemente frustradas. Tal vez el único lugar donde eso se suspenda sea el silencio, en la música o en el slang que nos entra por los oídos a pesar nuestro. Tal vez por eso la segunda parte del libro se llame “La música y el resto”, cuentos que nos recuerdan que estamos leyendo a una violinista que todos los días tuerce su cuello y apoya su mentón sobre el instrumento, que usa las partituras de otros para modelar su propia voz a través de la relación afectiva con el objeto. «La piel merece continuidad», nos dice. «Mi piel no me abarca, préstame la tuya». Mellado se dirige a este lugar también desde el lenguaje del aforismo y el dibujo. La última sección del libro, «Huesos», se compone de gestos visuales, buscando un ojo que captura de una sola vez la relación entre el objeto y su afecto. Los cuentos de Isabel Mellado muestran a seres humanos que se mueven por un mundo como si les faltara una parte importante para levantarse por sí solos; los objetos y los animales se transforman en más que bastones y prótesis, más que herramientas y extensiones. Son algo mayor que personajes, algo aun sólido y expresivo que nos resuena adentro como una biblioteca.
El perro que comía silencio. Isabel Mellado. Madrid: Páginas de espuma, 2011.