LOS BESTIARIOS PORFIADOS
Si uno deja un libro a la intemperie en un lugar de poco tránsito humano, digamos colgado de un árbol en medio de un bosque, sobre la arena de una playa o en la punta de un cerro, la humedad será implacable con sus páginas. La imagen de una novela preferida amarilleando, enmudeciendo, volviéndose de nuevo humus y luego semilla de un árbol es otro argumento para encontrarle razón a quien afirme que la lectura ocurrió primero en las ciudades, en las casas, en la habitación. Y como ese esplendor de la modernidad que fue la invención del individuo habló con los narradores personales que seguían a los personajes minuciosamente definidos de las novelas de Balzac, de Dostoievski o de Dickens, hay que preguntarse de qué manera se consigue decir que acá donde vivimos no es posible estar solos leyendo en una cama, que así como la ciudad ya no tiene límites tampoco seremos capaces -como creían nuestros antepasados- de escapar de las sequías, de las avalanchas, de los maremotos, la humedad y los temblores.
Según esta certeza de que el relato moderno es el transcurso del tiempo en la voz de un individuo humano -certeza porque es una forma caduca de hablar de manera cierta de nuestro mundo-, el escritor belga André-Marcel Adamek intuye que una hebra marginal de la narrativa de occidente conduciría al lector hacia una novela que -redundante y necesariamente- sería nueva, pues no habría cristalizado en el alba del malgastado humanismo con El decamerón, El Quijote y Tristram Shandy, sino en los antiquísimos relatos zoometamórficos de los egipcios, los griegos, los latinos, los medievales y los románticos, que Virginia Woolf también vislumbró en Flush, al cambiar por un instante el mar como modelo de su escritura por la conciencia de un perro. Cuando Adamek le da voz narrativa a una corneja en la primera mitad de su novela El pájaro de los muertos, se aproxima a ese punto ciego que es el extremo de la hebra -si la tradición del bestiario aún no comenzaba es porque no había bestias; nosotros éramos animales también-, al quebrar la lógica progresiva del lenguaje humano con frases musicales, imaginando la posibilidad de un punto de vista narrativo leve, volador al mismo tiempo que rastrero, voraz de insectos, de raíces, territorial, colectivo y cruel. A mi pesar, la fascinación que el ave narradora siente por los humanos hace que, en el momento que dos hombres torpes y belicosos ingresan al relato, la novela se vuelva opaca y refleje sobre ella las caras del autor y del lector, recordándonos quiénes somos y que la literatura porfía en la Historia, alejándonos así de la posibilidad de dejar de ver los límites del lenguaje, de encontrar el silencio del árbol en medio de un bosque, la arena de una playa o la punta de un cerro. En cambio nos aferramos a un hilo que cruza la bestialidad y nos lleva al pleno tejido de la literatura occidental: las fieras ocupan el centro del relato porque se quiere poner énfasis en lo que no sirve de nada discutir, pero sí satirizar, como las zorras y cigüeñas de Lafontaine, el asno de Apuleyo, los caballos de Swift, los cerdos de Orwell o las vacas de Monterroso.
EL PÁJARO DE LOS MUERTOS. André-Marcel Adamek. Lom Ediciones. Santiago, 2005.