UN PUNTO APARTE
El lugar del cuerpo es la cama. Ahí empieza mi cuerpo al alba, ahí empezó, ahí empezará a irse. Ahí recuerdo otro cuerpo de reojo, a través de una puerta que se abre apenas: sobre la cama está. El cuerpo sólo existe en la cama, lo frotamos en el sueño y aparece. En cambio somos mente nada más cuando caminamos y de rodillas, boca abajo, espíritu. Corremos, con movimientos ágiles queremos escapar de estas distinciones, del desmembramiento. O quizá no. «El sexo, después de la muerte, es lo más importante», concluye la anciana escritora de la novela de Rodrigo Hasbún antes de probar si la inclusión de sus diarios íntimos de juventud puede comunicar la intensidad que en esa novela autobiográfica que prepara antes de morir llama «sus años ajetreados».
Quizá no. Quizá el lugar del cuerpo sea de pie –la columna se yergue, los músculos se tensionan y no, que no quiera tomar asiento, inclinándose contra esta pantalla para fijar el primer quiebre entre el cuerpo y el sonido que notó en el suyo sobre esta superficie blanca–, cuando se atreve a escribir en la novela que el hermano «se metió en su cama y le hizo cosas que no quería». Es un primer desmembramiento, una primera frase con sintaxis cerrada, limpia, llana. La cama es el lugar donde no se hace necesario nombrar el cuerpo, donde el personaje y yo no tenemos nombre; es un cuerpo que yace pasivo entre las sábanas, que duerme, que no habla ni se mueve y por eso puede ser violentado. «El lugar donde realmente comenzó todo» –señala la narradora Elena, antes de levantarse para poner por escrito la pregunta de cómo soportar escribir de nuevo ese momento con «frases frías»– es la cama. El cuerpo que duerme en la oscuridad se parece tanto a un cuerpo muerto. La discusión de si el dolor debe ser narrado en frases simples o en párrafos complejos es ficticia, porque cuando una pregunta trae una respuesta que trae una pregunta que trae una respuesta sólo hay ahí un aserto: la imaginación es limitada, los límites son imaginarios: el sueño cerrado es demasiado claro cuando se lo cuentas a quien comparte tu cama apenas despiertas: la recurrente pesadilla que te venía en la infancia estará intrincada siempre con la violación nocturna al familiar del dormitorio contiguo: todo libro, toda anécdota, toda frase, toda imagen, todo olor, toda resonancia extraña se vuelve recuerdo privado, trauma, olvido personal en el momento que decidimos imitar a nuestros mayores, empezamos a hablar, anotamos eso y ya no nos será ajeno nada que hayamos conocido. Cada palabra que escribimos contiene la historia colectiva que construye su etimología, y nuestra singular sintaxis es el desmembramiento con que nuestro cuerpo se pronuncia contra esa historia.
«Una primera frase que revelaría el contenido del libro entero, de la vida entera, que los resumiría sin márgenes de error, aun en su parquedad», como pide la narradora, es la continuación del sueño infantil de pureza occidental, esa donde el cuerpo necesita correr lejos del alma que queda durmiendo sobre la cama en el día y que en la noche sueña la pesadilla de que alguien abre la puerta y entra. Se trata de un ideal antiguo de frase literaria, clásico, homérico; para la narradora Elena la escritura debiera ofrecer la síntesis verbal con que en una ficticia Edad de Oro los discursos eran plenos de significación sólo por el hecho de ser proferidos en período sagrado, y no por la acumulación con que el reloj moderno cuenta el tiempo con dinero: el verso épico, en la novela memorial de Elena, debe ser el lugar donde se reúne la imaginación con el dolor, con el descanso, con el placer y con la muerte; la noche con la mañana; el aborto con el sexo y el nacimiento, pero de ningún modo el abuso de poder con la riqueza ni el aburrimiento con la impunidad, porque en ese caso inmediatamente el discurso se vuelve referencial, periodístico, desmembrado, y hablar de «guerras y hambre, dictaduras, matanzas, ciudades destruidas o en reconstrucción [es] caer en otra tendencia de escritor de país pobre». La distancia entre esta Elena y su homónima de los textos de Homero es, justamente, la H de lo que no se puede decir: la violación sexual a las niñas, sí, pero también la culpa, la confusión y la necesidad de identificarse en su escritura como continuadora de la épica occidental de una familia próspera e inmigrante en una Cochabamba, Bolivia, Latinoamérica, miserable, vaciada de sus propias maneras, incapaz de decir que el ultraje sigue y sigue, cada noche. La primera escritura de la niña Elena es una carta, una acusación directa con lugar y fecha precisa y destinatario definido: son acusaciones de una sola línea, separadas con un punto aparte que no es un signo convencional sino una explicitación literal de su intención de desmembramiento, de denuncia trunca: acá va un punto aparte
pero así la carta no se cierra, nunca es enviada. El aprendizaje de las reglas de convivencia es rápido para un niño que a los dos años es enviado a ese engendro educacional que en Santiago de Chile llaman Preschool; aprender a escribir bien es eliminar desde el principio de nuestra prosa literaria toda capacidad de señalar y responsabilizar, de enredar con argumentos y pedir explicaciones, por el riesgo de que con el párrafo acusatorio nuestra escritura pierda la contundencia de esa duda que nos permite acudir a una novela para leer en la cama, esa duda que nos da una razón para levantarnos: busca aventuras para contarle a alguien después, sal a recolectar historias por el mundo, un mundo que es contiguo, donde todos se conocen, donde no hay un solo punto aparte de ti mismo. Entonces la memoria autobiográfica que la anciana Elena intenta escribe veces en vano –crónica, bildungsroman, novela naturalista, novela modernista, novela criollista, novela del boom, novela comercial, diario íntimo, metaficción– va progresivamente desmembrando sus párrafos convencionales en viñetas de seis frases y luego en únicas oraciones divididas por punto aparte; el paso desde la forma novelística moderna acaparadora a una fraseología despojada, sin embargo, es también una reflexión sobre el declive verbal de la propia protagonista y también sobre cómo vejez es infancia –la cama es lecho, el lecho es tálamo– y, así como Occidente vuelve a arruinarse para que nosotros quedemos fuera de esa ruina, la novela contemporánea recupera una vez más la precisión del verso en la epopeya para abrir espacios en blanco donde aparece un paisaje, otra historia, la colectividad que quiere escuchar eso indecible.
El lugar del cuerpo. Rodrigo Hasbún. Editorial Alfaguara. La Paz, 2009.