EL HACEDOR DE CAMAS, de Alejandra Moffat


EL PACIENTE ESPECTADOR DE DIAPOSITIVAS FAMILIARES

Cuando uno se dispone a leer un libro, la palabra fundamental ahí es leer. Y lo que se realiza es una lectura. En este caso una lectura de una novela. Por lo tanto uno se prepara a armar y desarmar, a articular y desarticular, a procesar y desplazar la vista sobre unas líneas dispuestas de izquierda a derecha en el caso chileno, en Occidente. Este leer es fundamental, pero no se agota en el acto de la lectura. Más aun, se puede decir que leer es también un proceso formal: el lector se aprovecha de la lectura para visualizar, como si fuera un espectador en una sala de cine o un paciente observador de un cuadro de pintura o de una fotografía. O de un dibujo, en el caso de El hacedor de camas, de Alejandra Moffat. Este lector también podría llegar a sentirse como público de un recital poético, o de una pieza musical como Pedrito y el Lobo, por ejemplo. Esto no tiene nada de nuevo. Resulta obvio, de Perogrullo. Es lo connatural a la lectura. Uno cuando lee imagina sus propios héroes, antihéroes, brujas, brujitas, morenas, pelirrojas, ranas, su Harry Potter, su propia Gatúbela. Y mejor no sigo.
          Los libros remiten a salas de cine personales, a exposiciones de arte propias, a defensas individuales. Sólo que en la novela de Alejandra Moffat el armazón de la cama y su hacedor van mucho más allá de contar una historia o muchas historias, más allá de una determinada fábula con su anécdota y peripecias. Es un libro constituido de decenas, cientos de pequeños brillos, situaciones que nacen y mueren para luego resucitar con otros disfraces. Es una sucesión de instantes tan increíblemente cotidianos que resultan muy sospechosos; nada más subversivo que el lobo disfrazado de cordero disfrazado de lobo. Son instantes que aparecen, se van, vuelven en otros de otro universo, con otros olores, de manera promiscua. No estamos solo frente a un libro cuyas escenas se ven, sino frente a una sesión de cientos y cientos de diapositivas; hablando en el idioma de la dominación: frente a una gran sesión de slides of life. Y pareciera que esta novela es una transcripción –elaborada, por cierto– de esas diapositivas de situaciones cotidianas. Y vuelvo a decirlo: tan cotidianas que resulta sospechoso. Uno podría sencillamente resbalarse por este soporte. A menudo la diapositiva lo deja pensando a uno, reflexionando, y eso produce consecuencias. Ahí reside la subversión. Es similar a lo que sucede cuando uno se detiene en el latido del propio corazón, una instancia tan cercana. Entonces el latido se vuelve consciente, se autonomiza y las posibilidades de que el ritmo cardiaco se eleve no son bajas. Lo mismo cuando uno anda en bicicleta, cuando sube y baja escaleras. En estas diapositivas suele aparecer –en forma explícita o implícita– Ramón, un niño de hartos kilos, también su abuela Nina y su nana Ana. Más allá, varios familiares: tío cabeza tatuada, tío lustrado, tía ojos de pájaro, tío mano atrofiada, tía colorina, tía ojerosa. Una niña, Janet, también entra a disputar un lugar. Además aparecen fantasmas en estas diapositivas: el papá, la mamá, el abuelo Abelardo, el bisabuelo Edmundo.
          Es muy posible que lo subversivo de esta sesión se deba a que el narrador –quien pulsa la máquina– es precisamente un niño, Ramón. Y los niños cuando hablan cuentan, narran. La gramática de un niño no es precisamente el sistema riguroso y lógico que nos articula como personas confiables en el mundo. He aquí que lo promiscuo adquiere su forma más plena. Por ejemplo esta diapositiva subjetiva: «Me da vergüenza limpiar el agua cuando todos están en las hamacas». Alguien me puede decir qué sentido tiene esta frase. El sentido pragmático de cualquier persona podría quedar en shock anafiláctico, al borde de su resistencia neurovegetativa al escuchar algo así en un libro, en una novela chilena. Varias reacciones son posibles: 1) Quedar indiferente. 2) Quedar irritado por la relación arbitraria que hay. 3) Pensar lo siguiente: qué curioso, en lugar de tener rabia por estar trabajando mientras otros duermen sus hamacas, el personaje siente vergüenza. Y aquí empiezan las posibles divagaciones: 1) El protagonista en realidad siente vergüenza de sí mismo, o sea que convierte la rabia en humillación; ¿por qué? 2) Hubo un primer capítulo en la niñez, una especie de trauma relacionado con el agua, con la limpieza. Y así sucesivamente. Así se desarrolla el órgano especulativo del lector. Buena cosa.
          Lo iluminador de este tipo de frases es el proceso de especulación que produce cuando no es tan evidente su contenido. Su sentido. Pero hay más. ¿Qué sucede cuando este tipo de enunciados, se inserta en párrafos más amplios? Un ejemplo de El hacedor de camas: «Mi tía ojos de pájaro agregó que en Chile la gente se suicida en el metro porque así pueden morir electrocutados antes de que el tren les pase por encima. Dijo que personas del norte y del sur viajaban para morir en el subterráneo de la capital. Afuera, las ramas de los cedros, los paltos, los duraznos y los manzanos no paraban de moverse. El agua golpeaba el ventanal. La piscina era atacada por miles de gotas. Todos nos quedamos en silencio cuando explotó el primer trueno. Mi tía científica, que estaba viendo en su computador una tabla con números, se acercó al vidrio. –¿Cuáles eran los mejores momentos en la piscina?». ¿Dónde está lo subversivo acá? En el punto seguido. El punto seguido es el foco de la sedición. Y de la promiscuidad. Muchos exigirían –tal vez irritados– el punto aparte, argumentando que aquí hay cosas distintas, que no se puede pasar de un tema a otro tan gratuitamente. El mundo de Ramón es un continuo, y es lícito relacionar implícitamente el suicidio con las ramas de los cedros, los truenos, el agua de la piscina con una tabla de números en el computador. Es un todo continuo: la imagen de una gran diapositiva. No es sólo formal la presencia del punto seguido, sino una propuesta muy concreta. Ya no hay universos compartidos, hay un gran espacio donde todo se puede mezclar, todo se puede relacionar. Las relaciones arbitrarias aquí son un manjar porque inquietan, y la inquietud bien orientada genera aprendizaje. Establecer la relación entre un calzoncillo y el hormigón armado genera mucho más estímulo que relaciones dentro de un mismo universo, como en el siguiente caso: a ver, di lo primero que se te ocurre cuando escuchas la palabra lápiz. Eeeh, ¡goma! Y zapatilla. Este, calcetín. ¡Bien! Sí, es políticamente correcto y bastante fome. El punto seguido genera entonces un movimiento permanente, lleno de luces que inquietan y hacen meditar. Al acumularse esto genera imágenes, sensaciones que van mucho más allá de una historia determinada.
          El hacedor de camas es un terreno lleno de misterios, misterios de los protagonistas que no son más que los secretos del lector con un disfraz ingenuo. En estas pinceladas –que parecen navegar siempre con viento estable– subyace un tráfico, se desplaza una información, se desliza un byte, a nivel de guiño, de sugerencia: un pequeño brillo. Por ejemplo «Mi tío cabeza tatuada le trajo de regalo a Nina un libro de puzzles. En la primera hoja del libro había anotado algo con lápiz pasta negro: para Nina con cariño. Nina lo guardó con llave en su velador». No se dice ahí nada explícito, pero se siembran dudas. Se insinúa, se manipula suavemente: ¿por qué se guarda un simple libro de puzzles con llave en un velador? Más aun, ¿por qué un párrafo tan pedestre merece estar escrito, por qué razón merece un lugar en la novela, por mucho que ésta sea narrada por un niño? Otros ejemplos: «Mi papá siempre caza lagartijas para acordarse de mí»; «Me gusta dibujar. Es como buscar palabras».
          El dibujo –como toda imagen– está lleno de palabras. Esa es otra relación tan arbitraria como legítima. Los slides of life son grandes conjuntos de palabras que no sólo son leídos, sino también visualizados. Esta novela posee la potencia de ser percibida no solo por la comprensión, sino también por la intuición, por la fantasía del lector. Por eso El hacedor de camas, relato aparentemente tan cotidiano, se vuelve ilimitado en sus contornos con el transcurso de sus páginas.



El hacedor de camas. Alejandra Moffat. Sangría Editora. Santiago, 2011.