PALABRAS COMO CABALLOS, ASÍ DE EVIDENTES
Antes de perderme en la sobreabundancia de páginas, de poemas, de imágenes que contiene el poemario El fulgor del vacío, quisiera relizar una advertencia al lector. Una advertencia sobre la crítica que va a leer, distinta del libro: se trata, por una vez, de no escribir desde el rechazo súbito que tengo hacia el análisis lírico, de expresar el cansancio que me causa la escritura en negativo. Y en esto necesito ser franco. Cada vez que tengo que anotar cómo leí tal libro de poesía comienzo por una conjetura, ¿por qué alguien publica versos en un mundo donde nadie tiene ganas ni está preparado para leerlos? En términos complejos, algunos lo hacen por negligencia cultural, como filiación porfiada a un proyecto que les fue caro y cuyos restos no terminan de pudrirse. Esos son los poemarios que repiten una fórmula: los que todavía son Teillier, los que todavía son Rimbaud. Y está la variante de los que proponen imágenes de identidad cultural por una necesidad de ser reconocidos como vates, adivinos, videntes de una sociedad, por la repudiable y antropófaga necesidad -Zurita, Neruda, De Rokha, Whitman mediante- de poder. Sin embargo, siempre está la excepción que hace tambalear mis abominaciones. Un sólo poema que por un instante muestre la perecedera necesidad de que aquello que no puede nombrarse, pensarse, sí se haga evidente.
Me es incomprensible que exista algo como un libro de poesía indescifrable, porque no concibo una construcción literaria que no comunique, y de todas maneras acá se lanzan decenas de libros de poesía al año. Pero quiero que exista la poesía más acá del fingimiento de grandes significados, una lengua que roce la impotencia de no decir nada y al mismo tiempo la belleza, es decir la plenitud de sentido, por muy asqueroso o excelso que sea éste. Y existe, parece tan obvio, la obra de los grandes poetas: Vallejo, algo de Huidobro, un poquito de Parra, Rosenmann, Lihn, etc. El fulgor del vacío arriesga el debate entre aquellos dos tipos de poesía. Amontona y amontona imágenes, metáforas construidas para eludir toda lógica conocida, desde "La rosa del mundo" -la sección inicial- parece querer impedir que el lector encuentre dos elementos que se repitan y comience a armar un camino. ¿Quién es este yo que habla en el poema, para qué pretende metamorfosearse en todo tipo de paisajes, realizar todos los verbos, y quienes son los "ellos"? ¿Ha aparecido un nuevo vate? No. Gracias.
Al filo de obligarnos a que donemos el libro a alguna biblioteca de metapoetas especializados, la sección "Las Jaulas" viene a entregar algunas imágenes que se intensifican. La lectura se vuelve menos ardua al anotar la serie que ahora se aclara: la rosa (la naturaleza), el caballo (las palabras), yo, la jaula (la cultura), ellos (los pobladores). La última sección, "Los pobladores del entresueño", que es una cita a Juan Larrea -el cófrade español de Huidobro, buena señal-, confirma que esta vez los títulos no son decorativos, sino las claves. El fulgor del vacío me obliga a iniciar un arrepentimiento: seguro que los libros de poesía no comunican; pero no comunican en la lengua utilitaria, breve y precipitada que hablamos todos los días. Un libro de poesía que no fulgura a la primera imagen lo cerramos de inmediato, porque lamentablemente tenemos una sola manera de leer. La lectura rápida y monorrítmica del castellano a la inglesa, es decir del español, es decir de la prensa. Si sólo fuera posible tener paciencia y saber siempre que las palabras son diferentes a las cosas, y que a veces solamente son cosas. Así llegaríamos a la página del poemario donde dice "Las cosas no deben existir / pero están puestas donde las vemos para espantar el fulgor del vacío / porque alguien escribe en una habitación y sus palabras son caballos, son heridas, son caballos que lloran y se parecen a Cristo". Es obvio. Todo es absurdo cuando intenta explicarse, esa es la única virtud que tiene la poesía. Y los poetas no deberían nunca olvidarse de eso.
EL FULGOR DEL VACÍO. Javier Bello. Editorial Cuarto Propio. Santiago, 2002.