LAS INFINITAS FORMAS SENSIBLES
{mosimage} Si la palabra –los sonidos, la
respiración, la vida– existió con anterioridad a aquello que intenta
nombrar, la Historia inevitablemente volvería a ser una rama de la
literatura fantástica, parafraseando a Borges y leyendo los cuentos que
Verónica Murguía reúne en El ángel de Nicolás como
siete pruebas a partir de las cuales argumentar que es posible
renunciar por un momento –mientras dura la lectura, la escritura– a la
caducidad del tiempo, a los límites de la experiencia individual
contingente, al relato como profecía. Si en cambio la palabra fue un
ingenio que el ser humano desarrolló para entender que sus padres, sus
abuelos y los abuelos de éstos –como sus hijos, sus nietos y los nietos
de éstos– mueren por alguna razón, hay que leer a Plutarco no como el
fundador de una narrativa cruel y económica (más cercana a la práctica
del poder que a la literatura) donde la fortuna de un prócer se explica
en la desgracia de otro prócer pasado o próximo, lejano o consanguíneo,
sino como uno más de quienes escriben sobre el misterio inherente a la
palabra, ese que al mismo tiempo revela y oscurece la vida de los seres
humanos al lograr encadenar cada una de nuestras solitarias acciones
–que en sí mismas no tienen sentido– con las que llevan a cabo
diariamente millones de personas a lo largo del tiempo y del espacio,
para descubrir que los nombres son intercambiables y los fracasos, los
triunfos, los dolores y las satisfacciones sólo moralejas que van a
significar lo que dure sobre la tierra la tinta y el papel en que
fueron escritas.
Consciente de las caducidades que comento, Murguía escribe sus relatos
históricos con una advertencia velada: quien lea en pasado no va a
entender. Quien todavía se acerque a la Historia para observar qué
acciones nos llevaron hasta aquí, hasta ahora, se va a quedar mudo: el
sanguinario emperador germánico Federico II seguirá siendo honrado como
sacro,
Al-Mutannabi continuará renovando y conservando la poesía árabe
temprana en su cómodo cojín de la corte, las batallas entre turcos y
bizantinos se mantendrán en el terreno de la absurda épica sangrienta,
Salomé y Herodías no dejarán de ser simplemente casquivanas de palacio,
las tribus germánicas se limitarán a convertirse al cristianismo por
cálculo político, la mujer de Lot se convertirá en sal a causa de su
desobediencia, y un sátiro como Marsias sólo será ilustración de que a
un dios no se le puede desafiar. Los relatos sobre nuestro pasado –como
he hecho notar en la enumeración anterior– están siendo constantemente
reducidos a fórmulas que cimientan con su corteza el sinsentido de la
arbitrariedad, del individualismo, de la estulticia que –publicitan–
debe ser nuestro estilo de vida. Es claro: donde se enfatiza el estilo y la vida
como vagos conceptos voluntaristas se ha abandonado la percepción de
las infinitas formas sensibles del mundo, de la complejidad que va
desde nuestro entorno hasta nuestra intimidad. En la minuciosa
descripción; en los verbalidad cotidiana y los adjetivos minúsculos de
sus narradores; en el epígrafe intertextual, la dedicatoria empírica y
el colofón fingido; en la compasión por sus personajes, El ángel de Nicolás
de Verónica Murguía cuenta que para comprender dónde y cuándo estamos
es necesario pronunciar la pregunta, tomar conciencia de que el tiempo,
las acciones, las historias, las palabras, son formas que sólo pueden
punzarnos si las decimos –si las rescribimos– continuamente.