ESCRIBIR PARA NO ESCRIBIR: PARERGAS
El verdadero escritor se reconoce, en cambio, en la angustia o el terror del acto de cerrar un texto, porque, consciente del juego interminable de escribir, siempre conoce la insuficiencia de cada jugada.
Martín Cerda
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Quizás la mayor virtud de la literatura sea su anacronismo. Cuando se logra cierta intimidad y sosiego elementales al acto de leer y de escribir, uno contiene por un momento el zumbido de innumerables pantallas simultáneamente encendidas, los golpeteos con que avanzan los edificios hacia el cielo, las vociferaciones de la prensa y el estrépito de los motores de los autos, pero también el contento gruñido de una mujer que ha comprobado que una fruta no es venenosa y que puede dársela de comer a los niños de su tribu, la fórmula que reza un derviche para agradecer que ha entendido un pasaje de Avicena, el golpe de una taza de té en medio de la discusión que dos austro-húngaros sostienen sobre la naturaleza del amor. Si la literatura no fuera un tiempo interino, estaría completamente seguro de que Martín Cerda nunca leyó a Enrique Vila-Matas y de que Enrique Vila-Matas aún no ha leído a Martín Cerda, pero si es cierto que Borges alguna vez declaró que se reencarnaría en Montaigne no son relevantes ni los años ni los kilómetros de distancia que median entre la sólida mesa de madera donde el ensayista chileno se sentaba a pulsar su máquina de escribir y el pequeño cuaderno de notas que el novelista catalán lleva a todos lados para anotar.
En la reciente novela de Vila-Matas, el doctor Andrés Pasavento huye intempestivamente a la Patagonia, fin del mundo europeo desde Antonio Pigafetta hasta Bruce Chatwin. Pasavento cabalga durante horas por las explanadas solitarias, desvaneciéndose en la inmensidad de los parajes vacíos, escribiendo de cuando en cuando pequeñas notas sobre la locura que acecha en forma de ventolera a los pocos seres humanos que viven en la Patagonia, sobre Montaigne y sobre cómo cada noche el fantasma de un amigo muerto lo acecha en la pequeña casa de madera donde duerme. De pronto el fantasma lo saca de la Patagonia para llevarlo en sus elucubraciones de vuelta a París, donde lo encontramos escribiendo su viaje austral imaginario. ¿Quién es el fantasma patagónico de Vila-Matas?
En 1990 Martín Cerda obtiene una cuantiosa beca para escribir tres libros en Punta Arenas. A los pocos meses se instala en la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia. La majestuosa tranquilidad del paisaje y la nutrida biblioteca de la Universidad de Magallanes le permiten avanzar en la escritura diaria de su ensayo sobre Montaigne y el Nuevo Mundo, de su estudio sobre las crónicas de viajeros australes y de su revisión bibliográfica de Roland Barthes. De vuelta de un paseo, Martín Cerda divisa una humareda a la distancia: la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia está en llamas, se han perdido casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Frente al incendio, Martín Cerda sufre dos paros cardiacos. Muere el 12 de agosto de 1991.
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¿Qué es prosa? ¿Quién soy yo para decir qué es un fantasma, para saber quién es el amigo muerto de Vila-Matas? Por voluntad de un azar que ha dispuesto los libros en mi velador intercalo a los capítulos cortos de su novela los breves artículos del último libro póstumo de Cerda, y en el anacronismo de esta lectura de pronto surge una amistad. Descontando esas ficciones que llamamos la biografía, Martín Cerda y Enrique Vila-Matas sí tienen en común el ejercicio de escribir para desaparecer del lugar que les han asignado, para poder ser leídos, para sustraerse de la lectura sincrónica de la segmentación de mercado y de la lectura diacrónica de los manuales de historia literaria. Aunque el discurso vociferante quiera convencernos de que uno escribe ensayos y el otro novelas, los libros de Cerda son fundamentalmente notas, del mismo modo que los de Vila-Matas son tentativas. "[La nota] no es, pues, un artículo corto, abreviatura o esbozo, sino un texto que se (en)cierra a partir de una función específica: notar (o, si se quiere, anotar) algo que transcurre en el mundo, en el cuerpo o en la conciencia del escritor. La nota, en suma, no explica ni predica: sólo constata y sugiere" (Cerda, cursivas del autor). El de los géneros por supuesto no es un problema privativo de la literatura; a medida que las universidades y otros discursos aquilatados enfatizan la necesidad de desbaratar los campos de minas que pueblan las fronteras de disciplinas, cánones, métodos, conocimientos y conductas, el discurso vociferante sitúa las nuevas bombas de la especialización técnica y la segmentación de mercado, cuyo poder de explosión ya ha alcanzado los estantes de las librerías, por ejemplo, donde poesía es cualquier libro con una voz, novela cualquier libro con un personaje y dos acciones enlazadas, y ensayo cualquier libro sin voz, personaje ni acciones. Ni hablar siquiera de la literatura puesta al servicio de otro saber, como alguna vez Alfonso Reyes llamó polémicamente al ensayo. El mercado ha establecido las formas: el intelectual escribe ensayos, el autor escribe novelas. Ninguno de los dos debe ser escritor en el sentido que señaló -quién otro- Montaigne: "¡Yo qué sé! […] Yo soy el objeto de mi libro". Cerda y Pasavento desaparecen de las librerías con sus fragmentos para así no desaparecer de la literatura: "traía otro microensayo. Era un texto sobre la conveniencia de que un autor decida soberanamente a qué género literario quiere dedicarse" (Vila-Matas).
La nota, la tentativa. El protagonista de Doctor Pasavento de Vila-Matas persigue durante todo el libro a oscuros personajes con el objetivo de leer qué es lo que escriben en esos breves papeles que se guardan al bolsillo: los microensayos de Morante, las descripciones de Josep Pla, los fragmentos de Kafka y de Emmanuel Bove. Luego se transforma en el doctor Pynchon -cuyas novelas como sabemos son harto más extensas, pero siempre carentes de una contigüidad explícita y una respuesta totalizante-, para finalmente dar a conocer los textos que ha escrito como resultado de sus persecuciones: sus Tentativas de escribir si escribiera y sus Siete tentativas suicidas. La narración de Andrés Pasavento es una tentativa diversa y tenaz de hacer notas a un relato más grande, completo, total: un relato que sin embargo no existe, porque los microgramas de Robert Walser -modelo declarado de estas tentativas- son aun más fragmentarios, comprimidos y dependientes de quien las escribe y quien las lee. Al anotar en el margen de las páginas de un libro que nadie ha escrito (todavía), Vila-Matas acerca la nota a la subjetividad ficticia, al "cuerpo o la conciencia" del escritor, para resguardarla en la anacronía literaria de lo que "transcurre en el mundo". Se trata de la legitimación definitiva de la parerga, ya no considerada ésta como fragmento transitorio y preparativo de una obra mayor -como lo hacía Martín Cerda comentando a Schopenhauer-, sino como "la forma de todo pensador que [evitando llegar] al «tiempo del sistema», va adelantando o, más exactamente, precursando las preguntas que lo anuncian o preludian" (Cerda).
Cabe imaginarse que Martín Cerda también previó que el vocablo griego sistema abandonaría el léxico filosófico, sociológico, antropológico o literario para despercudirse de cualquier prestigio y entregarse a la opacidad del lenguaje informático. Todas sus publicaciones son fragmentos que anotan un libro inicial, La palabra quebrada, paradójicamente un ensayo de capítulos breves que en ciento treinta y ocho páginas intenta comprender el fenómeno del fragmento en la literatura contemporánea. Para seguir con las citas a Schopenhauer, Cerda no escribe parergas como Vila-Matas, sino paralipómenos (fragmentos posteriores y suplementarios a un escrito mayor). El anacronismo es la virtud mayor de la literatura: antes o después, escribiendo o leyendo, un escritor glosará algo indecible.
*Una versión de esta nota se publicó en el número 40 de la revista Aisthesis.
LA PALABRA QUEBRADA. ESCRITORIO. Martín Cerda. Tajamar Editores. Santiago, 2005.
DOCTOR PASAVENTO. Enrique Vila-Matas. Editorial Anagrama. Barcelona, 2005.