D7, de Juan Borchers

UN ESFUERZO EN CONTRA DE LA POESÍA

El tercero de los libros que publica el colectivo santiaguino Vaticanochico –«un grupo de tres amigos auto pontificados como una pequeña-gran institución que busca la restitución de la curiosidad como modo de relación generalizada con el mundo», según se presentan en su sitio electrónico– mantiene la línea de los anteriores, al mismo tiempo la define y profundiza. Se trata de D7, del puntarenense Juan Borchers, una selección de sus diarios de 1951 a 1960. Si el primer título de esta editorial, Cuaderno verde, del escultor vienés Misha Stroj, combinaba imágenes y fragmentos de textos extraídos principalmente de la novela El río de Alfredo Gómez Morel, pegados en el soporte de un cuaderno Torre de cuarenta hojas en reproducción facsimilar –de manera aproximada, puesto que al hojearlo el lector se da cuenta de que el cuaderno contiene hojas marcadas con líneas y cuadritos, alternadamente–; si el segundo, Didáctica autodidacta, del artista santiaguino Francisco Araya, nos permitía asomarnos a sus notas y experimentos para aprender acerca de «asuntos de anatomía, diseño, fisiología, teoría del color, mecánica, óptica y geología, a partir de analogías e hipótesis personales sobre –entre otras cosas– el sistema sanguíneo, el claro oscuro, la visión binocular y el circuito de la mitocondria», este tercer título nos permite asomarnos al mundo mental de Juan Borchers (1910-1975), arquitecto y teórico de la arquitectura que se dedica en sus páginas a registrar observaciones por medio del lenguaje (en la caligrafía abigarrada y algo difícil de descifrar que colma varias de sus páginas), pero sobre todo por medio del dibujo, que es menos aquí una forma de arte que una forma de análisis –en el sentido etimológico, un intento sistemático y sostenido de comprensión de lo real.
   Borchers se obsesiona con las nubes en constante metamorfosis, la silueta de los árboles, la apariencia de la luna en sus diversas fases, ciertas piedras y moluscos encontrados en la playa, y las va procesando a través de la mano que traza sus formas en la página, que las transcribe y transforma en diagramas, en fórmulas, en ideogramas. En su libro sobre Rembrandt, escribe Georg Simmel que ciertos dibujos no son ni una obra completa –autosuficientes por sí mismos– ni un boceto preparatorio para una obra posterior, sino un campo de fuerzas en que se percibe el pensamiento del artista en acto, un momento del flujo de líneas y movimientos que constituye la trama del mundo a partir del cual se puede aprehender su totalidad. La pasión de Borchers por percibir y articular de modo más preciso los fenómenos naturales como punto de partida para producir su obra recuerda por momentos la «pasión de ver» de Luis Oyarzún, pero también hace pensar en Wittgenstein, en Valéry (el de Monsieur Teste, de los Cahiers, de Introducción al método de Leonardo da Vinci, pero también del notable Eupalinos o el arquitecto), en Goethe (la idea goetheana del ur-fenómeno, esa unidad primigenia que subyace a la variedad heteróclita de las plantas y fenómenos naturales, ronda muchas de las anotaciones de Borchers), y en el Francis Ponge de Cuaderno del bosque de pinos, con sus asedios sucesivos a un objeto que se intenta aprehender del modo más exacto posible, con el fin de desprenderse tanto del magma poético (ejemplo del cual podrían ser las imprecisas y egocéntricas odas de Neruda, siempre un canto a sí mismo a partir de los más variados objetos) como de los convencionalismos y frases hechas («Si es para eso, no vale en realidad la pena escribir»).
   El pensamiento de Borchers es sin duda una referencia fundamental para quienes se dediquen a la arquitectura o a su historia y teoría en Chile, sin embargo en este libro se abre también la posibilidad de leerlo como un escritor, casi como un poeta, en sus escuetas anotaciones sobre las transformaciones de la luna o en pasajes como este: «Los ruidos se difunden mucho, llegan más lejos (que en un día claro y seco) como separados del objeto (así como quedan ceñidos y referidos en un día de sol claro y seco). Se amalgaman bien hasta alcanzar una unidad sonora, se agrupan bien en lo homogéneo. En lo lejano se hacen un solo son, en la cercanía se hace una articulación distinta. Pero se cubren fácilmente en el total hasta hacerse por la intensidad dominante el más fuerte que impide oír los otros (no hay sonidos estancos, con autonomía), estado difuso de la atmósfera. Se borran unos con otros por la fuerza. Se difunden en todo sentido y se extienden». La prosa de pasajes como estos resulta poética por su intensidad concentrada y por el modo en que esta misma intensidad difumina su referencialidad. Sin embargo, por mucho que uno pueda interesarse en Borchers como excéntrico estilista, sería un error comprender sus escritos como un gesto ante todo estético: su virtud es precisamente supeditar lo estético a una cierta ética de la comprensión, definir el arte como una tarea que no está desvinculada del conocimiento ni de la curiosidad de la que éste proviene.
   (Recuerdo de pronto a un profesor que me impresionó en la universidad cuando, al asistir de colado a una clase de filosofía sobre los presocráticos, declaró enfáticamente: «La filosofía no proviene de la curiosidad o del asombro, proviene del espanto»; poco después ese profesor fue despedido por no publicar. No es casualidad que las anotaciones de Borchers contengan algo de ese pánico primigenio y de ese paganismo, considerando la frecuentación asidua de Platón, Hipócrates, Euclides y otros griegos que sus anotaciones revelan. Precisamente, los griegos no son aquí los griegos clásicos, serenos, equilibrados del siglo XVIII sino los griegos tensionados entre opuestos dramáticos de Nietzsche, Warburg o Caillois.)
   No es casualidad, entonces, la inclusión de Borchers entre los libros de una editorial abocada a «diversas formas de lo que considera cuadernos de investigación, debido a su interés por modos de producción obsesivos, meticulosos, inventivos y sobre todo inmiscuidos en el mundo». Si el ya citado Cuaderno verde registra –en diálogo con el Libro verde de Duchamp, creo– la bitácora de viaje de un artista austríaco perdido en las lejanas latitudes de un país periférico botado a primer mundo, con el fin de ahondar en «la concepción y la práctica de la producción escultórica del conocimiento y su transformación»; si Didáctica autodidacta nos presenta a una suerte de Leonardo da Vinci chileno y anacrónico, engañosamente ingenuo e infantil que, a través de sus maquetas, diagramas y máquinas se propone ni más ni menos que articular el universo que lo contiene como punto de partida para «una creación que vendrá» (pero que importa menos que el proceso interminable de aproximación a ella), esta pequeña libreta de Borchers, con su portada verde agua deslavado y un pedazo de papel suelto, doblado en dos entre sus páginas –una regla que divide el mundo según las distancias, en una «zona de acciones», una «franja del horizonte» y unos «signos de lejanía»–, nos enseña a exigirnos persistentemente un paso porfiado desde la percepción a la palabra, de la acción al pensamiento, de la página a ese bosque de pinos que Ponge define como «un esfuerzo en contra de la poesía».

D7. Juan Borchers. Vaticanochico. Santiago, 2012.