LA COTIDIANIDAD EN LA CALLE SIN SALIDA
Aprieto donde comienza la música, aparto el lápiz negro que compré en la tienda a la vuelta de mi casa, justo después de evadir al vendedor de kinos, al otro que lleva la bolsa del local de comida rápida y a la que pide plata en las escaleras del metro. Me ajusto la polera blanca con un estampado que indica cierto gusto, arreglo la manta sobre mis hombros. Recuerdo las palabras intercambiadas en un restaurante donde se celebraba un matrimonio, mientras tintineaban las lentejuelas de los vestidos y las hebras de la imitación seda en las corbatas. Y luego vuelvo a la acumulación del presente, a aquel deleite problemático que conlleva la vida urbana, cuyo movimiento pareciera tener una banda sonora ajena que, como el concreto, se posa con calma siniestra escondiendo lo que está debajo. Y –pongo por caso– si acumuláramos aquellas imágenes que amueblan nuestra cotidianidad, podrían, si nos transportamos a un lenguaje literario, crear un sonido divertido, marcado incluso por una fineza irónica «a la inglesa». Sin embargo, esa acumulación, por lo menos en la ciudad donde escribo y leí la nouvelle de Mercedes Cebrián Cul-de-sac, esa lista no evitaría a los vendedores de kino, a aquellos que piden plata en las esquinas, a los colores raciales que indican proveniencias irreconocibles constitucionalmente, a los territorios deshechos, a las periferias, a las metrallas escondidas, porque el velo de los objetos que nos adornan en Latinoamérica no alcanza a esconder la violencia de lo latente. Pienso así porque, creo, eso es lo que se estrella con el deleite de la lectura de la hermosa construcción de Cul-de-sac: la risa, la distancia con que es tratada esa cotidianidad satisfecha que permite caminar, trabajar, habitar evade, se aleja del objeto de burla sólo de manera relativa; inevitablemente volvemos a habitar ahí, pero ahora tranquilos de que, por lo menos, tuvimos alguna vez una visión desde afuera.
A primera vista la perfección es lo que desmantela la satisfacción. Mercedes Cebrián escribe una novela en dos temporadas; no son estaciones, no son tiempos. Son períodos que la industria de la moda ha descrito como la Primavera/Verano y el Otoño/Invierno. En cada uno de éstos corresponde vestir de manera diferente, como si los paños con que cubriéramos casa y cuerpo fueran el único indicio del ciclo de la naturaleza. Aparece entonces la peculiar manera con que la autora madrileña construye al individuo. El sujeto que narra en estas páginas no puede más que identificarse con un nosotros, un nosotros que no es propiamente un grupo, tampoco una pareja en particular; un hablante que no tiene nombre, un nosotros que no es nadie y que, a la vez, son todos. Es aquella imagen de pareja, imagen de grupo, imagen de cotidianidad de los catálogos, imagen de la felicidad de película, imagen del comercial donde la mujer se preocupa de la salud de su hijo usando un producto, imagen de la imaginación perversa de los publicistas, imagen de los diseñadores, imagen de aquellos que viven de las garantías que les traen los estudios de audiencias. Ese nosotros somos los clientes; nosotros, los consumidores. El narrador que pone el edredón sobre la cama y que pone el mantel sobre la mesa no cuenta una situación particular, sino la repetición de ciertos actos bajo cuya lógica todos funcionamos a diario. Cebrián construye una fábula que evoca la historia del individuo en la sociedad burguesa y narra desde su extinción, después de apretar el botón de autodestrucción con que se construyó la modernidad.
La alerta en esta nouvelle proviene de los inmigrantes chinos. Aparecen y desparecen fácilmente tras un epíteto, tras una historia que se cuenta como anecdotario. Ellos son los que no hablan nuestro lenguaje, los que no habitan el espacio igual que nosotros, los que no comparten los mismos criterios estéticos de las economías de la satisfacción. Son raros, son los otros. Tal vez por eso los un poco ridículos narradores quieren ir a mostrarle el diseño hecho de caracteres japoneses a los chinos del almacén, porque todo eso es ajeno. Para nosotros sólo es lo que está más allá y con lo que –imaginamos–, igual que nosotros, han creado un lenguaje común, que hace converger las experiencias semióticas de la intimidad. Leo estas anécdotas como tentáculos de un imperio del sentido y veo que escribo desde el otro lado. Leo esto a veces como china, a veces como parte de nosotros. Leo esto como un camino que llega a su fin en la calle sin salida, o el cul-de-sac, término que se ha deslizado desde su sentido literal –«el fondo del saco»– para significar en el uso, en el lenguaje de nosotros, otra cosa y, en ambas entradas de diccionario, cumplir el objetivo de la designación: describir ese lugar donde estamos todos revueltos y juntos, todas nuestras historias desprendidas de sus contextos originales; ellos, ellas y nosotros abandonados y encontrándonos por casualidad en una calle cualquiera.
Cul-de-sac. Mercedes Cebrián. Ediciones Alpha Decay. Barcelona, 2009.