DE LA MÍSTICA CHILENA
Quizá un problema de tiempo y de espacio –o la ausencia de tiempo y espacio– no me deja imaginar que una persona se pase la vida buscando conocer gente con la que hablar por hablar para no sentirse incómoda, riéndose ante cualquier frase ingeniosa mientras recorre destinos turísticos, y que más tarde en la noche se vaya a sentar frente a un papel buscando las palabras con que escribir lo siguiente: “silenciosa estaba, observando en lo alto del cuarto, cuando siento que se vierte por mi cabeza un hermoso tintero con tintas de varios colores, azul, lacre, verde, y colores de fuego”. La figura de Violeta Quevedo filtrando eso entre las líneas y líneas que registran su diario aburrimiento se hace borrosa, artificial, forzado su nombre como la misma palabra misticismo y la pregunta que me sobreviene sobre si es posible decir lo que no se puede y vanamente, así al pasar nomás. También la duda de si hay una sola forma de anotar el éxtasis creyente –una que pudo haber sucedido hace mucho tiempo, cuando había maneras de decir sin Academia y al mismo tiempo en claustro que se llamaban castellano y no español, ese “no sé qué que se queda balbuciendo”–, o bien si Eduardo Anguita y Braulio Arenas tenían razón al afirmar que los puntos suspensivos, los arcaísmos mezclados con expresiones inglesas, los párrafos truncos y el desubicamiento de Violeta Quevedo son un registro genuino de su relación con un ámbito misterioso, una expresión no tradicional, chilena, antigua y adecuada para pronunciar sin énfasis, en voz baja y en tono agudo ese límite en que las palabras del día a día no pueden relacionar un cuerpo que está envejeciendo –que repite desde hace cincuenta años el recorrido por las mismas calles y adivina de memoria cuándo van a caer las hojas de los árboles en febrero– con eso que no tiene materia ni utilidad pero existe, y es aun más intenso que los sentidos y múltiple, a pesar de que lo llaman Dios.
Hay también de mi parte una ausencia de ubicación cuando llamo desubicada a Violeta Quevedo, no sólo por efecto de la vergüenza ajena que producen sus textos, esa que en las enciclopedias se explica como arte naif, y últimamente “humorismo involuntario”. Qué pasa si leo sus relatos considerando que –además de las polvorientas veredas por donde ella y su hermana Sofía iban guiando a quien las ayudara gentilmente a trasladar sus baúles negros llenos de loza cara y joyas desconocidas mientras se trasladaban desde una residencial a un convento porque no querían pagar de más– repito con ella que los ángeles, la Providencia, la Gracia y los santos son una posibilidad más que una rareza o una figura retórica: entonces me doy cuenta de que sí estoy entendiendo las páginas compiladas en Cuál no sería mi sorpresa…, que en sus relatos no hay desubicamiento de lenguaje –pérdida de locus, falla de elocución, locura–, ni el planteamiento de que algo de la razón narrativa queda atrás en el camino que va desde el sonido del habla a la significación, de ésta al silencio de los objetos y más allá. El suyo no es el registro “adánico” que le atribuyó el tardío vanguardista Anguita, porque no buscaba comprender un misterio a través del lenguaje y la denominación; por el contrario, cada vez que Violeta Quevedo cuenta cómo su Custodio la salva de quedarse sin almuerzo –al permitir que aparezca en su ayuda algún conocido que se dirige al restorán de moda–, lo hace para que ese otro amigo, pariente o persona de su mismo círculo social que podrá estar leyendo su libro note la conveniencia de ayudar a esta mujer la próxima vez que la vea, porque así estará prestando servicios superiores. No es una forma de publicidad distinta de la que por estos días nos muestra en televisión a compatriotas con los que debemos solidarizar económicamente: hoy la narración sigue siendo un instrumento de beneficio social. Porque Violeta Quevedo empieza cada uno de sus nueve opúsculos con una carta a alguna conocida benefactora con nombre y apellido, la Virgen María, Lucifer, San Francisco de Paula o Santa Teresita son sólo su santo y seña. Como el garabateo en los diálogos de una novela de 1990 o un email en las páginas actuales se queda en la boca de sus lectores sin permitirles hablar, la protagonista de estos relatos aborda el tren en Viña del Mar, toma el té en La Serena, visita a su tío diplomático en París y arrastra sus baúles por Mendoza tal como se imagina que lo harían las mujeres solteronas chilenas, con un problema de tiempo y espacio, de manera apurada y caricaturesca: narra que se queda mirando el crucifijo, se pone un velo sobre el pelo corto y se apura en llegar a la misa de once porque no quiere decir que va al baño, que no se cambia de ropa, que evita los espejos de los dormitorios y que en una tarde de invierno o al mediodía del verano no tiene con quién hablar, porque de otra manera el ocio se vuelve trascendental y no es posible encontrar en la Novena a alguien que nos tome del brazo, que nos abra las puertas del confesionario si estamos cansados de tanto caminar, que ponga entre nuestros dedos las protuberancias de un rosario para sentir por un momento solamente que alguien o algo distinto a nosotros nos está tocando.
Violeta Quevedo posiblemente tenía un Custodio, pero los ángeles se quedan fuera del tiempo y del espacio porque no han sido beneficiados con un cuerpo. Entonces sí puedo empezar a imaginármela, frente a esta pantalla o a un papel, tosiendo; se arrodilla para recoger la pluma fuente que se la ha caído. Se queda arrodillada, huele a naftalina. O no. Acaso nunca se vistió de negro, acaso no se movió de la enorme casa de su madre pero se encontraba con los jardineros cuando iba al jardín a observar las flores después de que apurara el volumen de Santa Teresa para terminar en pocas horas la primera traducción de Madame Bovary y el libro de Jean Austen que su hermana le regaló discretamente. Acaso la sintaxis rara de sus frases, los puntos suspensivos de Cuán no sería mi sorpresa…, se vuelvan la evidencia de que confundía narrar con mentir y no con hacer ficción, de que ella en efecto es un ejemplo de misticismo localizado en el espacio aunque no en el tiempo, un misticismo chileno donde se pone por escrito la visión extática y trascendente de la reclusión, de la capacidad infinita de imaginarnos un lugar que está detrás de nuestra propia cordillera. Que acaso ahí, donde se reúnen las personas y se ayudan y se saludan y viajan juntos y son simpáticas y se quieren tanto que ninguna vieja se muere de soledad ni de pena, nadie se ríe de nuestras ocurrencias porque nadie nos llama ingenuos. Que acaso sea ella la última o la primera mística de un país cuya única característica propia es la pretensión de catolicismo –porque eso en griego significa universalidad–: todos creen que hablan de lo mismo para que nadie sepa de qué habla.
Me termino de imaginar a Violeta Quevedo si leo finalmente sus libros como un ensayo que una mujer llamada Rita Salas escribió para probar que la vida cotidiana es una sucesión interminable de torpezas, mezquindades y risas. Luego cerraba el cuaderno y se podía ir a dormir tranquila, porque de lo otro no es posible decir nada.
Cuál no sería mi sorpresa… Violeta Quevedo. Ediciones B. Santiago, 2007.