CUADERNO VERDE, de Misha Stroj

«VAS POR MAL CAMINO, MISHA STROJ»

 

La frase de advertencia que da título a estas notas es un eco de la que le hace el narrador en Ayer, de Juan Emar, al pintor Rubén de Loa, quien según él trabaja en un taller demasiado verde («Su gran ventanal recibe la luz colada por enredaderas de hojas constantemente movedizas. Las hojas hacen verde la luz. Los cristales esmerilados hacen acuario el verde»), lo que podría tener efectos nocivos sobre su trabajo. Rubén de Loa, indignado ante la objeción, se embarca en una delirante defensa del ambiente acuático en que le parece necesario estar sumergido para trabajar, y expone su teoría de la pintura basada en el equilibro de los colores complementarios, antes de mostrarles sus telas, que «contenían todos los verdes. Los de todas las horas del día y de la noche; los de todos los años de la historia. Los de los cuatro elementos. Los del éter. Los de la gestación de la vida en óvulo, los del parto y los del florecimiento, los de la plenitud, los que se elaboran carcomiendo el aire interior de los ataúdes. El verde del silencio, los verdes de los murmullos, el verde del estrépito».

          La primera fascinación de este trabajo (¿este libro, cuaderno, esta obra?) de Misha Stroj es de índole táctil, incluso antes de que el objeto lo tomen las manos. El verde vibrante de su portada te toca, te atrapa, te hace entrar en una atmósfera que tiene algo del ambiente acuático del taller de Rubén de Loa, pero también algo de electrizante, como de la luminosidad de Linterna Verde o de las figuritas fosforescentes con las que jugábamos de niños. Por otra parte, no sé si su verde contiene, como el de los cuadros de Rubén de Loa, todos los verdes, pero sí se trata de una enciclopedia, un microcosmos en el que caben matices más numerosos de los que parece sugerir su escaso número de páginas. Pero Cuaderno verde es ante todo eso: un cuaderno verde. Más exactamente, una edición facsimilar de un cuaderno torre verde de 40 hojas (aunque en su interior las páginas, no numeradas, son 56 –me di el trabajo de contarlas), intervenido por una inscripción manuscrita (“Stroj”, dice) en la parte superior del lomo, el título y el nombre del autor en la portada; en los renglones reservados para ese efecto, en minúsculas, y en la contraportada, junto con un código de barras (el número ISBN), los nombres de los editores (con la misma tipografía que recuerda a una máquina de escribir). No tengo a mano un cuaderno de esos, pero… (mentira, en cuanto escribo esto recuerdo que sí tengo uno y compruebo lo que sospechaba cotejando los tamaños): en efecto, el facsímil es algo más grande que un cuaderno estándar. Si uno observa con cuidado, por otra parte, puede darse cuenta de que las letras del logo TORRE están invertidas. Todo en este objeto parece decirnos, entonces: soy un cuaderno verde, una copia exacta del objeto original, como mi título proclama, y al mismo tiempo sugerir, ladinamente, que esto no es lo que parece. Nada es lo que parece. En cada verde yace un rojo oculto, agazapado.

          En el interior de Cuaderno verde alternan imágenes y texto pegados en páginas reproducidas facsimilarmente, provenientes de dos tipos de cuadernos (uno con espacio en blanco arriba y líneas abajo, otro con una cuadrícula para caligrafía). Los textos están mayoritariamente en castellano, mecanografiados, algunos con erratas, pero aparecen también fragmentos en inglés y en alemán. Parecen provenir de una novela por su tono narrativo, su lenguaje literario en el que se mezclan pasajes de cierto lirismo con abundantes referencias al coa, en algunos casos explicadas en el texto mismo, entre paréntesis (bueno, en fin, confesemos: sé de buena fuente que provienen de una novela chilena, pero esa información no está en el volumen sino en una reseña de Marcela Fuentealba para La Tercera, así que hagamos como que no lo sabemos). De nuevo, el facsímil a la vez conserva la reproducción fiel y exacta del objeto original, perdiendo su dimensión táctil (o mejor, perversamente difiriéndola, desviándola hacia una tactilidad imaginaria –se mira pero no se toca, nos decían, como si no se tocara siempre que se mira, como si mirar no nos tocara las pupilas): uno lee imaginando sentir los descalces entre la página y los papeles pegados encima, las texturas de los diferentes papeles pegados, las hendiduras que produce el golpeteo de la máquina sobre el papel. Las páginas no tienen número, pero entre las imágenes de cada página derecha hay algunas con un título en mayúsculas y uno o dos números (el segundo entre paréntesis), que se recogen en algo así como un índice en la página final. Es, por cierto, también en las páginas finales donde se explica, hasta cierto punto, el destino y procedencia de este objeto. Pero no hemos llegado todavía hasta el final.

          El lector impaciente que, al darse cuenta de que el texto no está hilado linealmente, comience a pasar por las páginas de manera desordenada, se encuentra con un curioso catálogo de imágenes, que incluyen entre otras a Vicente Huidobro apuntando con una pistola, una ilustración de la Divina Comedia, una página de Utopía de Tomás Moro con el alfabeto del lenguaje de la isla, un grupo de hombres desnudos en cuatro patas y con la cabeza hundida entre los hombros, el barco de la película Fitzcarraldo de Herzog medio subido arriba de un cerro, una familia de indígenas en primer plano, absortos en una tarea que no alcanza a distinguirse, un fragmento de una pintura aeropostal de Dittborn, un trozo del Narciso de Caravaggio, la Moneda bombardeada, huesos, una Judith y Holofernes de Artemisia Gentileschi, un soldado cojo, un cuadro de Van Gogh, una foto del Quebrantahuesos, obras de Carlos Altamirano, Bororo, un caligrama de Huidobro… hasta ahí llega mi energía identificatoria. Cada una de estas imágenes dialoga con el texto con el que coexisten en la página de modos diversos, nunca ilustrativos (“Me sentí en Luna de Miel”, reza el fragmento de texto superpuesto a la degollación de un perplejo Holofernes). Al volver sobre las páginas, de a poco van apareciendo ciertos hilos: la violencia, la memoria, el deseo, la marginalidad, son motivos recurrentes. Pero importan menos estos temas que la vibración que se produce entre los fragmentos y retazos, un relato interrumpido que por momentos se acerca a esa prosa «musical, sin ritmo y sin rima» que ambicionaba Baudelaire. Como todo libro que valga la pena, este nos exige leer de otro modo, aprender a leer como quien aprende una lengua extranjera, descifrar los signos desautomatizando nuestra tendencia a agruparlos en secuencias de hechos, sentimientos o argumentos, detenernos en cada uno de sus trazos como si fueran segmentos de un todo absoluto, sagrado, cifrado, y al mismo tiempo dejarnos llevar por su flujo sin saber hacia dónde nos arrastra.

          Como todo libro que valga la pena, este es al mismo tiempo una torre y un laberinto, o tal vez una torre invertida, un errot, una errata, extravío, agujero y abismo. Un maelstrom o remolino, antes que un museo. Pero nada es para siempre: en este caso el torrente de fragmentos y de imágenes desemboca en una explicación, o algo parecido, en castellano y en inglés, que nos aclara quién es Misha Stroj, qué vino a hacer a Chile, quiénes lo invitaron y cuál es el propósito de este Cuaderno verde. Sería, por cierto, un crimen contarle al lector de estas líneas todo eso, privándolo del placer de descubrirlo por sí mismo, ¿o no?

 

 


Cuaderno verde. Misha Stroj. Vaticanochico / Ocholibros. Santiago, 2010.