MICROCUENTOS ABIERTOS O ARBITRARIOS
En Estados Unidos el género microcuento es popular desde los años setenta, por efecto de las recopilaciones que se han ido sucediendo, bajo diferentes denominaciones: sudden fiction, short short stories, flash fiction. En España han intentado reproducir el fenómeno editorial, con menor recepción de parte del público, al parecer, y poca imaginación nominativa: relatos hiperbreves, ficción súbita. En Chile fueron varios los talleres literarios que en los ochenta cultivaron su escritura como ejercicio de paso entre la obsesión de nuestros autores por la poesía y la inevitabilidad de la prosa. Eso, hasta que los lectores -editores y académicos, entre ellos- notaron una excepción. Los textos cortos del escritor guatemalteco Augusto Monterroso, que conforman casi la totalidad de una obra tan inclasificable como fértil, irradiaban la fragmentación y el descentramiento propios de la sociedad heterogénea y pretendidamente posmoderna de la Hispanoamérica actual. De pronto, de ser considerado una rareza trunca de la narrativa, el microcuento pasó a convertirse en "nuestro género" literario. Como en el fin de siglo de la Francia decimonónica todos leían y todos escribían novela realista, como en los años sesenta chilenos todos eran poetas, hoy se anuncian con bombos y platillos certámenes de microcuento auspiciados por el Estado, los baños públicos albergan pequeños relatos en sus paredes, e Internet rivaliza con los diarios en la publicación de narrativa breve de autores de transitoria fama.
Acaso se trata del desplazamiento decisivo del lugar de importancia de la literatura -del significado- hacia un lector activo, que reproduce la tradición cultural en una narrativa fragmentada mediante las técnicas de copy-paste del hipertexto computacional. Acaso es el paso que sigue a la erudición borgeana, a los juegos formales del Oulipo francés y al pastiche de la metanarrativa norteamericana. ¿Cómo entender que esta es la hora del microcuento, y que Chile -a pesar de su tendencia monolítica y estática- es ahora un país de microcuentistas?
Juan Armando Epple es uno de los contados académicos chilenos que se ha esforzado en fijar su mirada en el móvil fenómeno de los cuentos cortos. No es un ejercicio fácil. La característica de Cien microcuentos chilenos, su segundo esfuerzo antológico nacional, es la heterogeneidad. Se reúnen Huidobro, Raquel Jodorowsky, Hernán Lavín Cerda, Andrés Gallardo y Andrea Jeftanovic; se yuxtapone narración aristotélica, prosa poética, narración en dialógos y relato neobarroco; se aglutinan cuentos de dos líneas, obras de dos páginas y párrafos desemejantes que sólo comparten un título y un autor. En una paráfrasis de las propuestas de Ítalo Calvino, señala Lauro Zavala, otro teórico del género, que el microcuento contiene en su estructura narrativa seis problemas que son también nuestros problemas, aquí, en este momento: brevedad, diversidad, complicidad, fractalidad, fugacidad y virtualidad. En la aparente transparencia del criterio de selección de Cien microcuentos chilenos, Epple tiene la delicadeza de exponer la índole inclasificable del microcuento. Sin embargo, el pronunciado desequilibrio de calidad literaria que existe en la antología inevitablemente causa duda. En beneficio de la comprensión del sentido que tiene el microcuento en Chile, hizo falta que el compilador expusiera sus preferencias y sus métodos de trabajo.
CIEN MICROCUENTOS CHILENOS. Juan Armando Epple, compilador. Editorial Cuarto Propio. Santiago, 2002.