FOTOS, UMBRALES, BISAGRAS
Imaginemos que hace frío también cuando uno está escribiendo, cuando lees esto porque es julio o no, que el blanco del papel es una superficie escarchada al alba y sin embargo hay que sacar la mano de bajo las frazadas para cambiar la página. Que sobre ese hielo hay manchas negras –suciedad, tipografía, una impresión de luz apenas en la superficie del propio ojo que no deja ver lo que miramos–, palabras que también hablan del frío, pero con una intensidad tal que dan ganas de abrir la cama, levantarse, venir por el pasillo de suelo helado a escribir esto. Ese poema de Marcela Fuentealba habla de la muerte, “como una farsa o el limbo, un momento que pasa / como todo, pasa, en el momento inútil de congelarse”, para que en esta imaginación se haga tangible una imagen que no está sucediendo en ningún lugar, que no es reproducida en ninguna pantalla ni tampoco vuelve a la memoria de nadie: es la intensidad de la lectura que se opone a ese frío como la permanencia de la voz en un libro a la rapidez ridícula con que alguien se muere, como un calor que no quema ni abriga pero que está ahí para que uno responda a ese poema igual que antes se escribían cartas.
De eso se trata leer y escribir. Es la famosa botella en el mar cuando no existen islas y tanta gente pretende que creas sus mentiras, sus carteles, sus disonancias y la manera en que miran a la cámara, así que esa manera harto vieja de aislar las palabras que llamamos poema hace que uno se escuche a sí mismo como si escuchara a otros, a otros como si se escuchara a sí mismo mientras lee. Imaginemos que en Cardos los poemas se apiadan del protagonista de su epígrafe de Stevie Smith, ese hombre amistoso y conversador que, muerto de un ataque al corazón una noche demasiado fría, se lamenta eternamente que siempre vivió congelado, lejos de todos, “not waving but drowning”. Y que al apiadarse de esa ánima la voz de los poemas de Fuentealba no sólo le está prestando el silencio que necesitaba, sino que recupera con intensidad la imagen de un hombre entumido que entra al mar y pareciera que se despide con su mano cuando está dando sus últimos aspavientos de ahogado. Una imagen que se lee con intensidad tanta que se parece al calor, que sí puede dar abrigo al que se muere de frío o reducir a cenizas ese inquieto cadáver insepulto, desaparecido, lanzado al mar: estos poemas reciben como respuesta una clave formal para escribir y resolver –no ya en un diario íntimo, en un relato autobiográfico, en los cantos de Cardea, diosa griega que abre lo que está cerrado y cierra lo que está abierto– eso que hace a una voz escribir sobre el frío una vez, tres veces los mismos recuerdos inconclusos, fragmentados, inmóviles como escarcha que al salir al sol se derrite sobre la superficie para dejar figuras minúsculas: “imaginamos y así todo se trata de volver / y así todo se trata de amor / de los cuerpos unidos / y la ausencia se vuelve un poema / y lo horrible se supone inevitable / y el cuerpo la única manera / de perder la cabeza”.
Cardos. Marcela Fuentealba. Editorial Hueders. Santiago, 2007.