LA PALABRA YA INCLUYE AL ELEMENTO VIVO
Los árboles siempre han sido así: inmóviles, frondosos, recovequeados, imposibles de abarcar con una sola mirada. Aunque no podríamos estar aquí sin ellos, nos acostumbramos a su presencia. Es por la incomodidad de que estén vivos, misteriosamente vivos de una manera muy distinta a nosotros, sin tiempo y sin estridencias. Por eso encuentro una rara sabiduría en la mayoría de las personas que le prestan atención a sus jardines, plantas, floreros, arbustos; la observación estática de la invariabilidad de cuerpos y lugares que no tienen nada que ver con la voluntad de vivir, más acá del tráfico incesante de la ciudad en permanente construcción alrededor nuestro de una manera similar a como Léon Bloy sostenía que el demonio ha construido alrededor de la muerte y resurrección de Jesús un laberinto para que el ser humano se pierda, laberinto cuyo nombre es tiempo. Se trata del desafío de decir la muerte con un artefacto temporal como es el lenguaje. Hablando en serio, ¿para qué otra cosa puede ser necesaria la literatura?
Borges, entusiasta lector de Bloy, describió en “El Aleph” a un personaje que accedía a una explicación para la muerte de su Beatriz solamente por medio de sus ojos, fuera de la lógica consecutiva de las palabras, para bien y para mal. Lo que hizo Borges fue desempolvar la Divina Comedia de la lectura alegórica católica, al describir en el final de su cuento que el paraíso de Dante Alighieri no estuvo en otro lugar que el escritorio, mientras trataba de encontrarle un significado a la muerte de su querida Beatriz. Alejandro Zambra, por su parte, desempolva en Bonsai la brevedad narrativa borgeana de toda pretensión epigramática y libresca, cuando comienza su novela con el laconismo de un anciano podador de árboles oriental que –único conocedor de la verdadera historia de dos célebres amantes, uno de los cuales era él mismo– se enfrenta a la chimuchina del vecindario con una frase lapidaria; una frase, la de Zambra, que critica la corriente actual de la novelística contemporánea como la desgracia pone a prueba la vida entera de quien la sufre: “Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura”.
Al igual que el observador de árboles recorre la rama de un árbol para encontrar la singularidad de cada una de sus hojas, Bonsái utiliza esa lacónica frase inicial como modelo germinal de los siguientes y breves capítulos de la historia de Julio y Emilia. Más acá de la coherencia entre la forma de la novela y su anécdota, la imagen del bonsái alude a la sutil estrategia literaria que Zambra elige para acercarse al misterio indecible: los árboles, sus raíces, tallos, troncos, ramas, hojas y flores están siempre creciendo a pesar de que nos parezcan inmóviles; las vidas humanas cuando se aman están férreamente unidas, sin embargo una de ellas puede terminar y el resto seguiremos viviendo, inevitablemente. ¿Pero cómo el personaje Julio es capaz de continuar esa existencia que ha construido como un remedo de su relación con Emilia si sabe que ella ha muerto? Ante la paradoja, Bonsái asume un carácter abiertamente científico –científico en el antiguo y futuro sentido de querer saber más– acerca de los recovecos del tiempo, reduciendo la complejidad del problema a un modelo experimental donde las variables son mínimas y pueden ser manipuladas, acaso comprendidas. El árbol es el tiempo, el macetero es la literatura.
Bonsái es una novela que propone un modelo a escala de la existencia humana, fragmentaria porque se resiste desde el primer párrafo a aceptar que el código de nuestro entendimiento sea propuesto por el narrador, por los significados y relaciones que éste le otorgue por nosotros a las diferentes acciones de los personajes; ello implicaría una intromisión del observador en el experimento. Para aumentar la paradoja, un bonsái necesita que las tijeras humanas lo vayan formando, en cambio el bonsái literario de Zambra evidencia un narrador neutro, desengañado, suspendido y cuidadoso cuando el material con que trabaja no es la acción, ni siquiera el relato, sino la palabra. La naturaleza precaria del signo, la duda que Pico de la Mirandola, Kafka, Lord Chandos o el último Saussure tenían de algo que debe relacionar los sonidos de nuestra boca con eso que nadie sabe qué es ni por qué podemos decir que está vivo. No obstante, aunque en este modelo a escala el árbol sea la vida (la muerte) y el macetero las palabras, arriesgadamente Bonsái es la formulación escrita de una epistemología averbal: Julio y Emilia, Emilia y Anita, Julio y Gazmuri, María y Julio, María y Emilia, Anita y Andrés no se comunican, no se sinceran –si realmente existe ese verbo–, sino que se relacionan a través de objetos, de fetiches, de cosas que los juntan de alguna manera que ni ellos ni el narrador pueden comprender, ni menos enunciar (así es la vida, y no deja de parecerme decidor que Bonsái –el libro Bonsái– cause envidia no por su contenido literario, sino porque pertenece a una editorial española que se ha convertido en objeto significativo para ciertos escritores chilenos actuales). Tampoco es trivial que el tercer capítulo de esta novela se llame “Préstamos”, ni que las referencias librescas que comparten Julio y Emilia se vuelvan más una contraseña arbitraria que una matriz estética para una sensibilidad común. La vacilación constante del narrador en el momento de nombrar a sus personajes, como el hecho de que Julio y Emilia remitan a Julius et Æmilia, protagonistas de un conocido manual de latín para universitarios –hasta donde yo sé, nadie conversa en latín, lengua muerta que trascendió en el castellano, por ejemplo–, sugiere la sospecha y esperanza simultáneas con que Zambra intenta observar el árbol escribiendo: “un bonsái nunca se llama árbol bonsái. La palabra ya incluye al elemento vivo. Una vez fuera de la maceta, el árbol deja de ser un bonsái”.
Los árboles siempre han sido así: inmóviles, frondosos, recovequeados, difíciles de abarcar. Sin embargo, hay quienes intentan hacerlo y escribir esa imposibilidad, arriesgando en ello su facilidad de palabra, sin que les importe enmudecer. Quizá se trate de discutir con silencio el silencio que trae consigo la muerte, resistirse a que la literatura sea el resto. Ojalá que como recompensa esta rara sabiduría hiciera posible entender la mirada que el árbol nos devuelve, escuchar cómo nos representaría ante sí mismo, y que así nos comunicara de alguna forma una intuición futura de lo que es la vida o la muerte, cuando también nos encontremos fuera del macetero.
BONSÁI. Alejandro Zambra. Editorial Anagrama. Barcelona, 2006.