LA RESURRECCIÓN DEL SEUDO-POETA
A riesgo de sonar anacrónico, me gusta imaginar que literatura es una palabra secular que algún falso ilustrado escogió para referirse a la generosidad -a la imposibilidad de hablar de la generosidad- en sus conversaciones con amigos anticlericales. Un escritor necesita que lean su libro como una persona cree en Dios para que Dios crea en ella. Y no sólo los seres humanos somos personas; en el mero hecho de existir, un árbol está dialogando con su propia muerte, con sus raíces y con su posibilidad de pervivir en una semilla. En un mundo en que cada centímetro y cada segundo significan -o bien nada tiene sentido- pareciera que Armando Uribe lee a los filósofos del lenguaje cuando en su Apocalipsis apócrifo hace un ejercicio inusual de coherencia poética: un misterio que se enuncia deja de serlo, uno puede creer solamente lo que puede decir y, sin embargo, en el principio fue el verbo. Bien dice otro libro de la biblioteca cristiana que los apóstoles de Jesús estaban encerrados, en silencio, asustados porque no sabían qué pensar una vez que su maestro se había ido, cuando les sobrevino algo extraordinario, salieron a las calles y empezaron a hablar como nunca lo habían hecho. Con certeza, atractivamente, en lenguas que no conocían. Tras la muerte de su amada Beatriz, un poeta toscano renacentista vio en la corrupción política de Florencia la entrada a los infiernos; desterrado en la isla de Patmos, el apóstol más querido -o su mejor aprendiz- vio en la utilización política que Roma hacía del cristianismo un anuncio de las barbaridades que se cometerían en Su Nombre. Y como Dante, como Juan, Uribe decide simplificar su firma -despojarse del nombre- para darle a su propia revelación un carácter universal.
Cabe ampararse en esa fábula que nosotros llamamos la biografía del autor para dar con una lectura a contramano de la tensión entre ortodoxia y apostasía que elige -y exige- este Apocalipsis apócrifo en su diálogo con la decena de libros que fundan una religión, un sistema, una cosmología, cuando creen que le hablan a todos los seres humanos de aquello indecible y posterior a la muerte: después de Lutero, Pico della Mirandola y Karol Wojtila, el que un cristiano decida añadir una letra suya al canon bíblico se explica en el hecho de que además este cristiano se declara católico, apostólico, romano, y que ejerció la profesión de abogado toda su vida. Pero también porque es poeta, porque es chileno; el fragmento inicial de este libro adscribe a la tradición de poesía situada que creó retrospectivamente Enrique Lihn como una paráfrasis del Ecuatorial huidobriano -"Fui concebido la misma noche en que Adolfo Hitler celebraba su triunfo asomándose a una ventana de la Cancillería de Berlín"-, y los fragmentos posteriores, en cambio, presentan imágenes destinadas al gran público, un Canto General de sucesivas advertencias a los malintencionados, los fornicadores, los ladrones, los homicidas, los adúlteros, los avaros, los malvados, los engañadores, los deshonestos, los envidiosos, los difamadores, los orgullosos y los desatinados. Acaso sea este un libro apocalíptico para la poesía chilena que se entiende a sí misma como depositaria de una tradición, en el momento que las estrategias de la poesía situada, del Canto General y de la coprolalia antipoética confluyen para construir un infierno y un purgatorio administrados por un libremercado anglosajón.
La intensidad de las tormentosas imágenes de este libro me hace pensar que la fijación de cierta corriente central de nuestra poesía con los grandes discursos -y su obsesión con llegar también a todos los chilenos- es heredera del incomprensible catolicismo que tantos chilenos practican en su inconsciente, y en conflicto constante con el étimo griego: lo universal. El Apocalipsis apócrifo deja de ser poesía cuando enlaza con la única hebra de esta tradición que había dejado fuera: la compasión de Gabriela Mistral, el encuentro con el ángel de la literatura como un esfuerzo de generosidad hacia uno mismo y el lector. La revelación que entrega este libro sin duda es apócrifa, porque simula referirse a la experiencia póstuma para hablar en verdad de cómo hablamos los vivos con los vivos, de cuánto el infierno está en los ojos, en la lengua, en el lápiz de uno y no en los actos de los otros, del verso decisivo que transforma a Uribe en el pseudo-Uribe, que descubre en el autor católico finalmente a un autor cristiano: "-Te pido, Señor, compadecer a los malamente guiados hasta aquí; que yo les tenga compasión."
APOCALIPSIS APÓCRIFO. Armando Uribe. Editorial Norma. Santiago, 2006.