EL ACTOR-ESCRITOR
En Chile los intentos de estudiar la dramaturgia nacional han resultado, en su mayoría, fallidos. Si, por un lado, la generación de actores-directores (y su corte) se ha anquilosado defendiendo la performance como única posibilidad de comentar la cadena de trabajo que significa el teatro, la literatura ha respondido manteniendo el viejo mito de la lectura tuerta que hace esta disciplina sobre estos textos, admitiendo tímidamente aspectos ya superados en otras academias, como la teatralidad y el compendio –inevitablemente fome y sospechosamente infructuoso– de la recepción periodística y académica de los estrenos, como en el caso del prólogo de Eduardo Guerrero a esta Antología de Alejandro Sieveking. Los casos aislados que se rescatan –los artículos de Vaisman, por ejemplo– no alcanzan para abarcar la riqueza de la escritura dramatúrgica en el país, dejando de lado ese tipo de texto, tan expresivo en su unicidad como la interpretación o adaptación que de él se hace sobre el escenario.
El reconocimiento del texto teatral como una actividad distinta a cualquiera de las fases de la puesta en escena no es suficiente para explicar las implicancias que ésta exige; el teatro como texto que cambia, que se adopta en su realización escénica y que incorpora a su escritura la virtualidad de la escena es una posibilidad que vale la pena explorar, pero considerar el texto dramático como una ocupación única y –como me llamó la atención sobre esto mi amiga Viviana Pinochet– una performance ya en su publicación, es un apronte diferente. Debemos considerar que el campo editorial chileno es pequeño y, entre bestsellers y libros de otro corte, el porcentaje dedicado a la literatura es ínfimo; sólo dentro de ese abanico de muñeca se debe ubicar a las publicaciones de dramaturgia. En un país donde publicar es ya una hazaña, publicar textos dramáticos parece una proeza mayor. RIL se ha encargado en parte de esta tarea con libros que, por el poco cuidado en la edición, pareciera que se dirigen sólo a estudiantes y aficionados, y no a aquellos lectores que simplemente aprecian leer.
La lectura de la dramaturgia con las herramientas que entrega la literatura no es idónea porque represente una tradición –aristotélica, medieval, academicista–, sino porque lo que se entiende por estudio literario abarca hoy mucho más de lo que en general cualquier teatrista supone. Hace ya mucho que esta lectura no significa dictaminar qué es lo literario –una tarea que la crítica y la teoría literaria contemporánea dejó de lado, dentro de la cual la calificación de obra, e incluso texto, ha quedado tan lejos como la división en actos–, ni tampoco llegar a explicar las siete, nueve u once claves para hacer teatro; por el contrario, una lectura que se concentra en el texto intenta descubrir cuáles son las mutaciones —tipográficas, estructurales, lingüísticas, claro está—, y por sobre todo qué nos dicen éstas de los cambios de ejes ideológicos y políticos, en el sentido más amplio posible, es decir el de los sistemas de ideas subyacentes a los que aparecen literalmente en la escritura. La pregunta entonces es cómo se manifiesta en la escritura específica del teatro el amplio diálogo entre los ciudadanos de la polis. No se puede negar, y menos leyendo los textos teatrales de Alejandro Sieveking, la relación entre esos fenómenos ni tampoco que los cambios que se han manifestado en el teatro a lo largo de cinco décadas –hasta hoy– comprenden cuestiones que alejan a esa escritura de, por ejemplo, la novela, creando un campo específico para la lectura que rebalsa los límites de las dicotomías entre diálogo y acción, escritura y teatralidad, texto escrito y texto espectacular.
Se debe hacer un esfuerzo para no leer la escritura de Sieveking como alegoría —de la llegada de la modernidad, del cambio de valores que ésta conlleva, de las luchas políticas, etcétera—, pero cuando se logra es posible vislumbrar el manejo de la brevedad que posee el autor. Acusando recibo de las nuevas tendencias del teatro de su tiempo, en estos textos la mayoría de las acciones se dividen en dos actos, que alcanzan para desarrollar directamente y sin enrevesamientos la situación y los personajes propuestos; se trata de una sola línea dramática clara y concisa. A pesar de esto, Sieveking no abandona esa tradición del teatro social que busca comunicar situaciones únicas en un lenguaje que describe los giros del habla cotidiana del campesinado, de las clases urbanas y de la bifacética burguesía. Ese trabajo –descriptivo casi–, que se presenta en un segundo plano o trenzado a la acción, sólo se puede apreciar en una lectura de la totalidad de sus textos dramáticos, escritos entre 1957 y 2000, y compilados en este libro.
Análogamente, hay en esta dramaturgia una coexistencia de tonos y géneros tal que las diversas piezas muestran sus fortalezas de manera desigual. Ninguna está exenta de un humor que no sólo hace fruncir el ceño, sino también reír y reconocer el humor vivo de padres y abuelos; colinda con ellos el musical, cargado de ironías blancas, que busca apelar a un público amplio y no sólo letrado –La Remolienda, Ánimas de día claro, La comadre Lola, por ejemplo. Por su parte, las tragedias se vuelven, gracias a la experimentación, reflexiones sobre la memoria y la existencia corporal en Todo se fue, se va, se irá al diablo, humor negro en La mantis religiosa o escritura de una cotidianidad resignada en Tres tristes tigres.
Sin abandonar la concisión de su movimiento dramático, la fórmula creadora de Sieveking en base a la mezcla, la apertura, la inclusión, llega incluso a soportar la existencia de los muertos entre los vivos, y a cuestionar la de los enfermos entre los sanos, del deseo entre la civilidad, de lo antiguo entre lo moderno. Hay en esta escritura una armonía entre lo disímil, una convivencia de diferentes épocas, de distintos modos de vida, de diversos lenguajes, de ritmos variados en un mismo territorio, en el cual uno reconoce manifestaciones vivas hasta hoy y que –no está de más decirlo– pareciera por momentos dar en el clavo con su relato de la realidad latinoamericana, tercermundista o como se quiera llamar a esta periferia.
Tampoco se puede negar: el escritor es diferente al actor, por su estilo de creación, por la forma de interactuar con su material de escritura. Por eso el actor-escritor es un ente extraño, un puente entre disciplinas y un viento fresco para quienes estamos preocupados de aquellos géneros que no cabe duda son sólo literatura. Es esa forma diferente la que logra escuchar, adecuar el oído y alimentarse de los campos transversales, transformando el conjunto de la escritura de Sieveking –tal vez sólo habría que sacar El señor de los pasajes– en un edificio de sólidas bases y de liviana armazón, en cuyas ventanas podemos reconocer la experiencia de este ancho país.
ANTOLOGÍA DE OBRAS TEATRALES. Alejandro Sieveking. Universidad Finis Terræ / RIL Editores. Santiago, 2007.