La imagen del lavamanos[1] ilumina mi lectura de Año dos mil porque sintetiza a la perfección lo que encontré en sus páginas: un libro que poco a poco va convirtiéndose en recipiente de eso que oficialmente entendemos como La nación, Lo chileno y La ciudad de Santiago, que sin duda para el sujeto inmerso necesita un imperioso enjuague.
Los poemas de Año dos mil simulan distanciarse de la vida privada del poeta y se sitúan en el espacio de lo público. Muchas veces son categóricos en sus afirmaciones, y en su totalidad esbozan un retrato crítico y bastante objetivo de nuestra sociedad chilena. El poeta va urdiendo en las cuatro partes del libro una unidad que rechaza la complacencia y que, a través de fragmentos históricos, personajes políticos y emblemas literarios, da cuenta de profundas heridas, grandes errores e inevitables transformaciones culturales (como la creciente distancia que nos separa de cóndores y huemules museográficos, o de personajes arcaicos como Andrés Bello). Poemas como "Tonada" y "Emblemas patrios" transmiten no ya una nostalgia sino una certeza absoluta de que aquel país que fue "la copia feliz del Edén" manifiesta hoy un nuevo perfil.
Igual conceptualización vuelve a revelarse a la hora de delinear la ciudad de Santiago, como en "Platón elaborado" y "Tres estribillos para Santiago", donde las críticas punzantes a la nula conciencia y memoria tanto urbana como cultural de los habitantes hacen impensable el espacio para el poeta-flâneur ("Cuento de invierno" retrata el tópico, y para ello debe desplazarse hasta París; en Santiago el flâneur se convierte en espectador televisivo, y su poesía en gritito decreciente de masturbador, como advierte el "Monólogo del televidente").
De manera simultánea los poemas parecieran preguntarse además quién es Matías Ayala en todo este intrincado histórico. El libro abre y cierra con dos poemas ("Villa Sapito" y "Asunto de fechas") que develan esta búsqueda. La sincronía de su año de nacimiento -1973- es quizá una razón tan justa y calculada como estos versos para comenzar un diagnóstico de la contingencia nacional. Los poemas se tornan narrativos y exponen sumo cuidado en su confección, lo que aporta indudablemente al dinamismo de la lectura y al fortalecimiento del carácter de relato y retrato de una nación, de una sociedad (aunque no por eso se deje de echar de menos algún desliz de tipo emocional). Asimismo se suman, al relato en verso, traducciones directas e indirectas, citas múltiples y diálogos tanto con la mitología como con canónicos poetas nacionales y extranjeros cuyas formas poéticas pertenecen a la tradición contemporánea y a la clásica, como la elegía, la alegoría, el epitafio y la égloga. De esta manera el poeta logra dar credibilidad a una crítica que -a pesar de ejercerse desde un discurso marginal como es la poesía- busca doblarle la mano a la oficialidad, como el mismo Ayala advierte en alguna entrevista.
A diferencia de la agobiante espera del año mil que en las iglesias medievales llevaran a cabo centenares de gimientes y deudores del perdón -ante el inminente fin del mundo- el juicio divino de Año dos mil advierte un profundo afán destructivo con apetitos de reforma y transición, donde el inquisidor pasa a ser el ciudadano medio que elabora su propio diagnóstico, trasluciendo con fervor el deseo de volver a empezar. En este sentido, la imagen laberíntica de la portada del libro bien podría asumirse como el retrato de un país que adolece de memoria e identidad definida, pero que al mismo tiempo perdura estoico en la búsqueda.
[1] El título de esta nota hace referencia al penúltimo poema, "Du parler prompt ou tardif" -título tomado de un ensayo de Montaigne-, precisamente a los versos "Le lavaré las manos a la historia/ […]/ escobillando el filo imaginario de sus uñas".
AÑO DOS MIL. Matías Ayala. Beuvedráis editores. Santiago, 2006.