BELLA COSA MORTAL, de Alejandro Sieveking

TROZOS EN EXHIBICIÓN

 

Comprendo perfectamente a las personas que aman a sus mascotas electrónicas. Es una reacción inversa a la fórmula que aplicamos casi a diario, como costumbre vital, de distanciarnos, separarnos de todo: de los objetos que tratamos cotidianamente; de los animales que nos mueven las colas, que escuchamos moverse entre los árboles, que luego cogemos trozados en una bandeja plástica y disfrutamos cocinados en nuestros platos; de la gente que vemos desde la ventana alta de nuestros edificios y nos parece tan pintoresca como las vacas que vimos a lo lejos mientras cruzábamos las carreteras; de las bombas que caen sobre edificios, de las casas caídas, de los muertos a quienes no podemos oler porque los vemos sólo a través de la pantalla; de nuestros propios cuerpos para amarnos con los ojos de otro, pues sólo así podemos decir lo que es el deseo, como si la palabra no fuera nuestra nunca. Somos de otros, no nos pertenecemos. Si la palabra no es nuestra nunca, tampoco lo somos quienes nos nombramos. Somos de quienes nos nombran: nos dicen que somos mujeres y que la mujer debe ser así, y lo somos; nos dicen que debemos sentir compasión, lo sentimos o decimos e intentamos sentirlo; nos dicen que el amor debe ser así y lo intentamos obtener bajo toda circunstancia, aunque no lo logremos. Recuerdo ese videoclip de Robbie Williams en que cantaba arriba de un escenario mientras las mujeres a sus pies le iban sacando la ropa y luego las piernas, trozando cada pedazo de su cuerpo hasta que se lo repartían voraces. No puedo pensar en mejor metáfora para el individuo actual: somos un ser vacío que se ha llenado con las peticiones de otros y, en un momento dado, llegan todos a pedir lo que es suyo: la corbata elegante, una pierna musculosa y estéticamente bella, un pedazo de pectoral que dice que vamos al gimnasio, la sonrisa seductora, el ojo intenso, el color de pelo que indica la proveniencia de los genes y de la economía, las palabras que revelan sin que nosotros sepamos lo que realmente queremos. Todo tiene un sentido que no es nuestro, que se ha transferido a la masa amorfa, mediana y fofa que somos todos nosotros juntos hablando de una sola vez.

           Pienso que el protagonista de Bella cosa mortal es una especie de Robbie Williams; la diferencia está en que la secreta esperanza del lenguaje utilizado en una novela puede despojarlo de la estupidez que inunda el video musical como género. La historia de Danny-o, hermoso joven descendiente de una familia de inmigrantes alemanes, es reconstruida con las voces que están alrededor de este individuo. La anécdota está gatillada por el asesinato del joven en una casa que es propiedad de una adinerada y conocida pareja en el ámbito socialité chilensis. El segundo marido de la madre del muchacho es quien nos entrega los datos del caso a través de lo que ha conocido en la prensa: desde que su carrera de modelo no despegó más allá de los quince minutos que todo merecemos, Danny-o era un coqueto bisexual que andaba con mujeres y hombres mayores; era un rompecorazones, un rompehogares capaz de llevar al borde del suicidio a una mujer casada, y posiblemente ejercía de taxi boy, según historias que algunas personas oyeron. Su vida se va reconstruyendo a través de distintos puntos de vista: la voz del segundo esposo de la madre se funde, en los capítulos siguientes, con un punto de vista objetivo y las narraciones en primera persona de otros personajes, entre ellos el mismísimo asesinado; sólo así accedemos a la fragilidad de un personaje que, según lo ha pintado todo el resto, parece blindado de frialdad y cinismo.

           La familia de Danny-o, instalada en Valdivia, conforma una especie de aristocracia local. La bella Helga, su madre, lo ha abandonado sin embargo a temprana edad por ideales políticos –contrarios a los de su círculo de conocidos, y esa traición no se la perdonan– que la obligan a autoexiliarse en México y dejarlo a merced de un padre borracho e inútil que lo único que no vende son las paredes de la casa que heredó. Así, una tía controladora y extremadamente preocupada de mantener su posición social, Dorotea, lo adopta para de paso vengarse de su madre, quien fuera su enemiga desde los tiempos del colegio. Las contradicciones en las cuales se forma el pequeño Daniel son evidentes, en un entorno donde la apariencia de status social se mezcla con una realidad despojada de riquezas materiales. Abandonado al narcicismo de los adultos que lo usan para satisfacer sus propias carencias, Daniel crece abandonado y carente de cualquier estímulo intelectual, creativo y amoroso. El único momento en que su padre le muestra algún signo de cariño es cuando lo lleva a una casa de putas donde el joven de doce años tiene la oportunidad de observar el coito entre un grandulón y una joven trabajadora.

           En el contexto de esa turbiedad destaca la extrema belleza de Danny-o. El deseo y las intuiciones sexuales se estimulan por una infancia cargada de violenta experimentación entre primos y amigos, y luego por un erotismo adolescente exaltado por los hijos de Dorotea, príncipes en la provincia. El aprendizaje sexual de Danny-o mezcla la necesidad de complacer, de que lo amen, con la naturalidad del deseo que provoca en hombres y mujeres. Hay aquí una serie de hipótesis interesantes sobre la formación del deseo, sobre qué experiencias nos forman como sujeto y de qué manera repercutirán en la vida en general. A través de las páginas de Bella cosa mortal las experiencias de Danny-o lo transforman en un individuo extremadamente sumiso, como un perro que se aguacha en las faldas del amo de turno; su cuerpo seductor, cuya belleza parece venir desde más allá de la materia –indicando así, por supuesto, una posible relación con el ámbito del mal– es utilizado a diestra y siniestra para satisfacer todo tipo de deseos sexuales, económicos y vacíos existenciales. No es menor, claro, que termine siendo modelo de carteles publicitarios y expuesto como motivo de dibujos eróticos de una artista. Su cuerpo arrojado a la vista de todos por unos pocos pesos es la maldición que la mediocridad lanza sobre lo extraterreno. Danny-o es el sujeto poseído por todos, el que se ha regalado, vendido, prestado y arrendado; el espécimen a quien todos nombran y de quien creen saber cómo se conforma hasta en sus pliegues: su color de pelo, la forma de su cuerpo, la mirada bajo la cual todos caen rendidos permite que lo nombren, lo registren, lo caractericen, lo categoricen y le digan quién es, mientras lo hacen callar.

           Bella cosa mortal es una novela datada: su ambiente alude a la represión y moralidad de la dictadura de los ochenta, así como a la liberación de principios de los noventa, donde el ámbito económico terminó de envolver a todo lo demás. Alejandro Sieveking ha realizado un retrato de una época y de su víctima, con sus complejidades y contradicciones. Esta novela se vincula, en su carácter de investigación, con la producción dramatúrgica que ha desarrollado desde 1955; dejando de lado las comedias folklóricas, Sieveking ha indagado en argumentos donde prima una crítica al estado de las instituciones, los valores y los modos de vida, en relación a la vida síquica individual en sus complejas relaciones con la experiencia colectiva. En la lectura de Bella cosa mortal reconozco cómo se formó la vida que tenemos hoy en día, donde la intimidad parece palabra cursi de teleserie y el individuo una afirmación políticamente incorrecta.

 

 

 


Bella cosa mortal. Alejandro Sieveking. RIL Editores. Santiago, 2007.