LA CRÍTICA LITERARIA CHILENA, edición de Patricia Espinosa Hernández

CARTAS POR ABRIR

 

Es como hablar solo. Como emitir frases o sólo gruñidos en la noche. Incluso nos revolcamos sobre la cama, tan intenso es lo que queremos decir aunque necesitaríamos a alguien a nuestro lado, una persona comprensiva que nos despertara, que nos trajera un vaso de agua o nos diera un abrazo y tuviera el criterio de no mencionar inmediatamente que de nuestra boca salió el nombre del adversario, de la tercera persona que no estaba en la cama y de la cual nunca hemos hablado aunque ambos la teníamos en la cabeza porque en algún momento tendríamos que conversar sobre eso que pasó y que no hemos resuelto. Pero no ahora, no en medio de la noche, en el frío, aterrorizados y soñolientos. Quizá mañana, quizá nunca, porque estaremos ocupados y no vale la pena pelearnos. Es como hablar por fin de eso, sin embargo quien nos escucha decirlo al otro lado del teléfono ha sostenido el aparato en el aire y se ha puesto a su vez a escribirle un mensaje a alguien más, y sólo vuelve a oírnos cuando ha calculado que hemos terminado el sinceramiento para decirnos “gracias por confesarme eso, un aplauso para el crítico por haber venido a este coloquio”. Y la próxima vez quien no nos escuchó llamará a otro aun, que de nuevo fingirá oírlo pero en realidad estará escribiendo al mismo tiempo una carta que luego enviará a un destinatario que mentirá al decirle que leyó su mensaje cuando no es así, simplemente supo que le habían escrito pero estaba muy ocupado a su vez escribiendo lo suyo dirigido a alguien más y más, así que lo deja para otro día, para nunca porque se hizo tarde. ¿Quién hace crítica literaria? ¿Ocurren desplazamientos/cruces hacia fenómenos de la política, la cultura y la sociedad? ¿Hay algún crítico neutral?

Esas y otras preguntas envió Patricia Espinosa –organizadora del coloquio sobre crítica literaria chilena del Instituto de Estética de la Universidad Católica el año 2006, y compiladora de este libro– a quienes aceptamos y a quienes no quisieron hablar en público sobre el hecho de escribir en torno a la literatura a propósito de los libros nuevos que se publican. La mayoría de las preguntas se dirigían al aspecto relacional de la crítica literaria, para quién escribe el crítico, qué relación tiene con el contexto y con aquellos que hacen posible que lo que escriba lo lean centenares de personas; evidentemente la literatura necesita dos, tres, millones de nosotros para ocurrir, sin embargo es como si cada crítico ahora último se dirigiera nada más que a su lector ideal, a quien comparte su apuesta ideológica, su buen gusto, a quien sigue su manera de divagar, al grupo de amigos con quien tantas veces ha hablado de las carencias de la literatura nacional y la necesidad de volver a los clásicos, qué fascinantes son los ingleses de los noventa, los poetas neoyorquinos de hoy son distintos porque se relacionan con el arte de avanzada y la música popular independiente de su ciudad, y a la narrativa chilena le hace falta sangre. Es como hablar solo pero en voz alta, se dice uno para la propia tranquilidad cuando no sabe si va a haber un alma en ese salón donde lo convocaron a discutir sobre la crítica, si mi recuerdo no es impreciso era de noche ya esa vez en el coloquio y hacía frío, conmigo estaba sentado Roberto Contreras, durante la jornada Andrés Gómez o Matías Rivas –no sé exactamente– había llamado para cancelar su asistencia, y Lorena Amaro era la presentadora y moderadora de la mesa. Es como hablar solo publicar una novela y comentar la de otro, ojalá que no y para qué, eso empezaba diciendo yo en el texto que leí. Luego, en la ronda de preguntas, hubo una discusión que en sí misma tenía que desmentir mi idea de que “no hay tal cosa como una literatura pública”, creo acordarme de que la propia Patricia Espinosa señaló que mi posición “le parecía aristocratizante”, yo contesté que no hay un lugar social para la literatura cuando sólo se lleva a cabo en la intimidad de un lector, de un escritor, de un crítico que es un lector más, que si el espacio de la literatura es interior hace falta posibilitar en los planes educativos, en la planificación urbana y en las políticas culturales, por ejemplo, que cada persona tenga las más adecuadas condiciones para una amplia introspección, y que para mí nuestra sociedad mejoraría si cada cual se considerara a sí mismo un aristócrata en el sentido etimológico de la raíz aristos –el mejor– y se tratara con cuidado en todas sus dimensiones: si comiera vegetales porque la industria de la carne nos pudre el cuerpo, si no atropellara al otro en la micro porque todos son tan importantes como cualquiera, si tuviera el hábito de la literatura porque así se logra escuchar, entender, respetar y hacer propios todo los tipos de discursos con que nos mezclamos a diario en este lugar ruidoso donde vivimos. Es como hablar solo –una vez más–, pero tengo que repetirlo porque, cuando leí como un libro entero los textos que se leyeron en ese coloquio, su sucesión tuvo en mí un efecto de lectura desolador: doce críticos, doce escritores, doce personas que pertenecen al mismo mundo se mandaban recados, se hacían guiños, se vinculaban, acusaban al otro, querían sentarse a conversar en este coloquio realmente, sin embargo nunca fuimos capaces de reconocer que la generosidad, el acto gratuito, la petición sincera y directa son condiciones que posibilitan la literatura y son necesarias también para que cada día alguien más nos escuche y también para que le respondamos: ¿me puedes oír? Por mi parte me doy cuenta de que en su texto –“¿Quién vigila a los vigilantes?”, que da inicio a este libro–, Lorena Amaro alude a mi propia intervención en el coloquio, cuando señala que “Hace unos días se puso en tela de juicio, en este mismo espacio, la concepción social del hombre. Quiero enfatizar […] los peligrosos rasgos individualizadores y atomizadores del poder moderno, y llamar la atención sobre el modo de experiencia históricamente singular que enfrentamos”. He estado escribiendo este comentario al libro La crítica literaria chilena como una respuesta al mensaje que Lorena Amaro me dirige, como una reflexión que ha estado cambiando durante los tres años que transcurrieron desde el coloquio y sin embargo ni hoy ni mañana puedo decir con certeza que los seres humanos buscamos y necesitamos vivir en grupo. No quiero vivir atomizado, pero inevitablemente soy un individuo que vive en Santiago el año 2009, cuando sólo podemos ser individuos en lugares cerrados, frente al computador y la tele, pero no ante una novela o un libro sobre crítica literaria, ni una mujer joven es un individuo si pasa por una calle donde están sentados tres hombres y éstos no pueden evitar hacer un chiste a gritos sobre su cuerpo, silbarle, comentar entre sí algo de doble sentido, si llegan carabineros cuando tres voces empiezan a gritar al mismo tiempo en cualquier esquina del centro cívico, y en los restoranes ponen mala cara si llegan diez personas que piden juntar las mesas, también al momento de pagar la cuenta muchas veces alguien no pone plata y nadie sabe quién es y otro tendrá que poner el doble de lo que tenía que pagar. No soy moderno en algunos aspectos, en este lugar donde nos escribimos hay localidades enteras, pueblos, valles, cerros y costas en que no se conoce la experiencia de comercio ni de individuo que vino con la idea de trabajo que inventó la modernidad, mientras en determinadas calles y edificios y centros comerciales ya no hay negocios ni individuos propiamente tales sino cenáculos donde entra quien adopta sus flujos de información homogéneos, sus contraseñas y simulaciones de personas que se vuelven personalidades y finalmente personajes para diluirse por completo en el objeto de deseo. No soy sólo un individuo y de verdad quisiera encontrar una colectividad de personas con las cuales quisiera estar y construir algo cada día. Me estoy contradiciendo y me doy cuenta de eso con satisfacción cuando escribo esta carta, porque me interesa responder y que Lorena Amaro vuelva a escribirme y yo a ella, y que por medio de esta correspondencia pública logremos salir de nuestros lugares comunes y poner en crisis tanto la esperanza de que hay un espacio social para la literatura –el mercado, la academia, el Estado, la fiesta de lanzamiento– como la falacia de que sólo hay fenómeno literario en la intimidad del individuo. Quisiera que, a seis meses de su publicación, el libro La crítica literaria chilena no hubiera sido recibido con el negligente silencio de la crítica literaria chilena, que lo que se llama la literatura fuera un grupo de personas a las cuales les gusta leer y comentar por escrito lo que leen y se envían esos comentarios entre todos por un correo abierto a quien quiera recibirlo, y que a la vuelta de los días recibiéramos respuestas que posibilitaran una nueva carta y también nuestros propios libros serían leídos con fruición, entonces las dedicatorias serían tan largas que no tendrían que llevar dedicatoria. Que los autores de los textos de este libro se hicieran responsables de que sus colegas están reclamando su atención, que Grínor Rojo respondiera la acusación de falta de profundidad que le hace Álvaro Bisama, que Álvaro Bisama glosara el hecho de que Roberto Contreras escogió no dirigir a un estudiante suyo hacia una librería a comprar su novela Caja negra, que Grínor Rojo analizara la lectura académicamente especializada que Gabriel Castillo hace de su análisis etimológico de la palabra “crítica”, que a su vez Castillo respondiera a los cargos de anacronismo que Carlos Ossa hace a la concepción moderna y clásica de crítica literaria, a la vez que pide tomar conciencia de la ingenuidad y absoluta falta de eficiencia de la misma estrategia de hacer del libro un espectáculo de histeria que Pedro Pablo Guerrero defiende como manera de hacer entrar la cultura ilustrada a los medios de prensa masivos, estrategia que Camilo Marks asume como una certeza desde la cual narrar sus experiencias culturales, despreciar los espacios de crítica literaria a contrapelo del mercado editorial donde compartió espacio con su colega Patricia Espinosa, y ocupar el rol de guía literario de esa nación monológica que quiere imaginar Felipe Ruiz y contra la cual Alejandro Lavquén propone una crítica geográficamente cartografiada en la cual los poetas lean a los poetas y las críticas literarias sólo sean reseñas donde no se puede reflexionar sobre la calidad literaria, porque ese solo hecho ya sería ejercer un acto de poder en un lugar para el que los escritores somos tan frágiles que en cualquier conversación letrada sólo oímos negaciones, repartijas y rechazo.

 

 


La crítica literaria chilena. Patricia Espinosa Hernández, compiladora. Ediciones del Instituto de Estética de la Universidad Católica de Chile. Santiago, 2009.