BATMAN EN CHILE, de Enrique Lihn

FUERA DE LA PIEZA OSCURA Y ACOMPAÑADO

 

En la conversación en torno a Batman en Chile, el libro que yo llevé para leer, mi interlocutora encontraba que la portada de esta edición del año pasado era transparente: el diseño parece un afiche publicitario de los sesenta. Quizá ya pasaron los años en que la novedad patrimonial terminaba con la publicación de una correspondencia o de material inédito con una foto del autor dentro de un relicario. En esta portada dos figuras –la silueta de un Batman obeso mea  sobre el Ubú Rey de Alfred Jarry, la cultura de masas norteamericana sobre la Alta Cultura europea– que aparecen como íconos aun más pequeños que el título del libro ante el bloque de letras que conforman el apellido del autor. Se ha llegado al acuerdo editorial y periodístico durante los últimos veinticinco años –quisiera creer que no entre dos lectores que conversan sobre alguno de sus libros mientras caminan por alguna calle– de que una idea de obra completa de Enrique Lihn comprendería registros diversos y aun disímiles que sin embargo debieran partir del cuestionamiento del lugar desde donde escribe. De su parcialidad.

            La conversación siguió dos semanas después, en Santiago. Y no porque dejara de ver a mi interlocutora: en el intertanto ella me tuvo que aguantar que rabiara por la ilegibilidad de los primeros capítulos, escuchó cuando le comentaba sobre la sarta de lugares comunes al comienzo de Batman en Chile: la retórica de los bandos políticos durante la Unidad Popular parecía inconducente, en su escritorio estaba subrayado un ejemplar de Para leer al “Pato Donald”, la parodia socava el movimiento de los personajes y no hay más relato que en cualquier ensayo sobre una novela. Entonces déjala, no la leas, disfruta aquí donde estamos, me decía. Hasta que dejé de hablarle de esto. Dos semanas después caminábamos por una calle silenciosa y yo había recién terminado la novela, iba a decir que en ese tiempo debe haber sido tentador escribir algo sobre Allende, sobre las controversias en la mesa y en las calles, sobre la disputa discursiva que había en los diarios y sobre la participación de la propaganda estadounidense y soviética en algunos de los bandos cuando sólo exclamé que Lihn había terminado lamentando que Batman fuera baleado al final en su novela. Debe haber sido tentador para un poeta –lo fue para Juan Luis Martínez– leer la nouveau roman, la nueva novela, y reflexionar una vez más que era interesante hacer una exploración de los discursos como objetos, abandonar la coherencia discursiva interior porque en los muros, en las conversaciones, en los veladores y en los quioscos miles de personas declamaban palabras que no habían sido enunciadas por ellos mismos sin tener por ello que aludir a Duchamp ni a Borges ni a Sarmiento ni a Andrés Bello. Ya habíamos hablado sobre la contradicción de que este temprano intento de Lihn por utilizar las frases hechas de la política, de la sociología y de la propaganda se reedite con una portada publicitaria en estos días deprimidos por el pesimismo retórico de los economistas, aunque nuestros diarios y pantallas y calles y trenes subterráneos no den más de avisos donde los restoranes y los bancos y las tiendas saludan el estreno de la séptima película hollywoodense sobre Batman, que a propósito es un relato totalitario, violento y despojado de cualquier sentido del humor; sí elucubramos en esa primera conversación cuál había sido el proceso de esta novela, de seguro Lihn quiso escenificar el libro de Dorfman y Mattellart para burlarse de la fiebre retórica que confundía en masa las lenguas de sus contemporáneos como un paráclito mezquino y fingidamente materialista, había decidido desarrollar en el tiempo –por eso tendría que ser una novela– la interpretación de esos íconos contrarios a los cambios sociales: un constructo feminista de la C. I. A. –el personaje de Juana Sommers– y un gastado personaje de historietas norteamericanas de su propia infancia –el Hombre Murciélago– emprendían un viaje chestertoniano por el Santiago de Chile de gobierno popular donde por supuesto nadie es socialista ni comunista, donde todos son enmascarados aunque hablen bajito, sólo quieran acostarse con la gringa rubia y mostrarse un poco serviles con el superhéroe para luego sacar ventaja de su caída, donde todos parecen ser amigos a pesar de que trabajen para el Pentágono y la Internacional a la vez, que se reúnan en la casa de veraneo de un hombre de buen apellido que se traviste de noche para recibir en una fiesta al Presidente, quien resulta ser sólo un borracho que aplaude y muere, en el extremo opuesto a ese Domingo que todos veneran, al que todos temen, al que nadie conoce y del que todos creen estar burlándose en El hombre que fue Jueves.

            No podía saber Enrique Lihn que Batman se transformaría con las décadas en propaganda de corporaciones comerciales que ya ni siquiera tienen nacionalidad o que al cabo de los años, del triunfo del liberalismo de mercado y de los Estudios Culturales, los escritores dedicarían sus propias conversaciones, sus columnas en los diarios e incluso sus libros a discutir si la segunda película de Batman dirigida por Tim Burton es mejor que la serie realizada por Spencer Gordon Bennet en 1949. Sin embargo, con el transcurrir de las páginas el artefacto dejó de ser un divertimento semiótico y fue volviéndose la novela de un superhéroe que deja de serlo cuando llega al país de las infinitas ambigüedades, el lugar que incluso confunde la propaganda capitalista y la propaganda comunista de la Guerra Fría para construir un país veinticinco años después. Es arduo escribir una novela grotesca si el misterio de eso que no tiene fondo –el de esta lengua nuestra que no modula pero que es feroz en su indecisión burlesca y copiona– adormece los desvelos del narrador por crear imágenes perturbadoras, incluso si es un excelente poeta; y mi interlocutora preguntó, mientras nos dirigíamos a una calle menos ruidosa, si no era eso la definición de una narrativa barroca chilena, un registro menos coloquial que el de Nicanor Parra y menos formalizado que el de Diamela Eltit. Claro, sólo que a mitad de la novela, cuando Batman y Juana Sommers son recibidos en la casa de veraneo del importante empresario y los detalles de las descripciones se funden en una atmósfera pesadillesca, el narrador finalmente nos hace entrar en el relato. No debió haber sido ese su plan de escritura, pero Lihn se involucra emocionalmente con los personajes y la novela empieza ahí, cuando la coyuntura retórica, la distancia crítica, la sociología se desvanece en la literatura por efecto de la identificación entre el poeta, el narrador y el personaje que, en medio de la historia, “se preguntó qué ocurriría si abandonaba su puesto para acudir al terreno de los hechos; pero en la duda ante la naturaleza de los mismos prefirió abstenerse con lucidez y angustia. Se había transformado casi en un intelectual, el pobre hombre”. Batman finalmente se vuelve Lihn y Lihn se vuelve Batman cuando éste, en medio de la fiesta playera que es también una orgía pederasta, un operativo secreto para asesinar a Salvador Allende y un cumpleaños infantil con globos, esquemas dancísticos y magos, decide quedarse en su pieza del tercer piso reflexionando, ante la noche estrellada y las olas, sobre la imposibilidad de volver a su país hasta que esa misión incomprensible haya terminado. Entonces Luisita, una de las preadolescentes agredidas que escapa de la fiesta, trepa hasta el balcón de esa aparente pieza oscura, y en un acto de heroísmo final Batman la salva de caer al vacío y en manos de los depravados que la perseguían. El contraste entre este personaje colosal al que todos consideran un ícono –incluso su propio narrador– y una niña de doce años que huye para mantener su inocencia se vuelve una experiencia donde el silencio de la intimidad palpita simultáneamente con las feroces vociferaciones públicas, y plantea otra vez la pregunta de si un narrador, un autor, una persona que conversa con otra, un lector puede ser farsesco y retórico al mismo tiempo que reflexivo y delicado, de cómo Lihn pudo ser Gerardo de Pompier, haber escrito El paseo Ahumada y también La pieza oscura:

“–Nadie puede impedirme, Batman, que sueñe contigo. Ni tú mismo.

 “–Ya ves qué poca cosa soy –dijo Batman–. Anda, parece que te llaman.

 “Varias veces llamaban, en efecto, a Luisita desde distintos ángulos de la noche. Ella de pronto echó a correr por las escalinatas, con las trenzas al viento.

 “–Te llamaré –gritó– si intentan violarme otra vez.”

En la última conversación que tuvimos sobre Batman en Chile le dije a mi interlocutora que había quedado con una buena sensación al terminarla. Uno se pasa horas y horas acompañado de estas voces y de estas palabras, no todo puede ser parodia, análisis y verborrea. Fíjate en Batman en Chile. Una idea de propaganda estadounidense –¿has leído A partir de Manhattan?, le pregunto– es convertida en personaje, luego se encarna en el autor y finalmente la lectura ha sido como emprender el viaje chestertoniano junto a él, sólo que con la palabra “fin” las máscaras se deslizan y no hubo otra revelación que esa persona que escribía, y fue como conocerlo un poco y acompañarse mutuamente. Es algo inexplicable –ahora estoy citando de las últimas páginas–, “inexplicable y estúpido. Como lo sería el cielo si el otro mundo existiera. Como lo es en la tierra el país en que nacimos”.

 


Batman en Chile. Enrique Lihn. Ediciones Bordura. Santiago, 2008.