PAPELES MURALES Y TAPICES, de Gustavo Barrera y Enrique Flores

MI TINTA, MIS PAREDES

 

Tengo en mis manos un librito en una caja, un poemario a tinta china donde la diagramación cambia a cada página y una palabra es más grande que la anterior, a veces ilegible –son líneas que tiemblan si están muy marcadas, les puede faltar una sílaba o volverse un borrón– para seguir así la voz de su protagonista, que dice llamarse Nicolai Tesla y que despierta en una casa cuya arquitectura cambia a cada paso suyo, cuando ante sus ojos las paredes van del bosquejo a la raya, del dibujo al diseño y de repente un pedazo de página –la única colorida– sobresale. Entonces uno pasa del plano tipográfico a la experiencia sensorial como un niño afiebrado en cama desconocida, como el poeta florentino medieval en la selva de símbolos que lo ha hecho perderse en la mitad de su vida, como el psiquiatra de París que una mañana de 1924 escribe despierto que sólo se debe escribir mientras se está soñando. Está la tentación de leer Papeles murales y tapices según esa plantilla del surrealismo, como una reescritura de la Divina Comedia o como una nota a los libros de Lewis Carroll, pero sus páginas se manchan hasta traspasar esa hipótesis cultural –hemos construido una civilización atiborrada de signos que no sabemos leer– y traspasar la atención del lector hacia la voz del poema o aun más acá, a quien sea que escribe esto: un conjunto de materiales vivos se enlaza dentro de un organismo, a ese organismo le agregamos otras dimensiones para decir persona, esa persona está leyendo boca arriba los papeles murales de su pieza como si tratara de un libro cuando despierta. Pero ese libro no le dice nada nuevo, sólo que los pasillos, los corredores, las habitaciones por donde se pasea fascinado –y no lo entiende– son su propio cuerpo.  

               Algunos historiadores imaginan que una comparación entre la lectura antigua y la lectura moderna –entre una manera de leer grupal, dirigida, en voz alta, y otra silenciosa, solitaria, a conciencia– puede narrar efectivamente cómo las nociones colectivas se perdieron en beneficio de la persona, cómo el individuo nació en el dormitorio y frente el espejo, solo. Si el trabajo manual de los antiguos hacía que un lector se ensuciara con su libro único, que fuera descuadernándose junto a esa novela rara y se resquebrajara y se hiciera finalmente ilegible para otro; si el proceso industrial moderno quiso un lector higiénico, portátil, intercambiable y prescindible, ¿cómo leeremos ahora, cuando el papel se acabe sin que nos demos cuenta, ocupados por las últimas luces de la entretención electrónica? Figurémonos que el doctor Nicolai Tesla –austrohúngaro y norteamericano que en 1881 inventó la corriente eléctrica alterna– acostumbraba leer libros técnicos, sumarios pulcramente cosidos cuyo índice, capítulos y láminas lo guiaban en la adquisición metódica de conocimientos sobre determinada técnica. Pero el doctor Tesla trabajaba con electricidad, de modo que los chispazos de su oficio le causaron trastornos a la vista y, cada vez que se concentraba a la luz de las velas para leer otros libros –Moby Dick, Las ilusiones perdidas, Resurrección–, veía entre los caracteres insólitas figuras brillantes que consideraba parte de esa escritura. Tesla dejaba así de leer como sus contemporáneos, sus ojos como su conciencia se apartaba de la lectura dirigida para reescribir sus novelas con los defectos de su cuerpo.

               Gustavo Barrera y Enrique Flores ilustran la posibilidad de esa lectura reciente al querer transmitir el efecto de un libro que está siendo escrito por quien lo lee. Si Nicolai Tesla anotaba su diario cada mañana antes de salir a trabajar y en la noche, con la vista dañada por sus experimentos, volvía a leer sus páginas para agregar al margen ciertos comentarios que el azul de la electricidad le mostraba desde el interior de los ojos entre los párrafos, quizá llegó a sentir que el texto no estaba sobre papel, sino que las palabras se corregían solas, se borraban y copiaban y se trasladaban. Y en esa pantalla se proyectarían dibujos, tachaduras, palabras de todos los tamaños, recortes, transparencias y la imagen de un arcoíris que sobresale desde las casas en pleno invierno, porque para Barrera y Flores el individuo contemporáneo –ya no lector, cliente ni cifra estadística solamente– vive en una abstracción; no sabe qué es su cuerpo ni cuál su casa, y en ese trance empapela sus paredes con una infinitud de signos de luz igual que el místico barroco no encontraba sino expresiones de Dios en cada uno de sus versos y Borges tenía que escapar de los espejos porque sólo le mostraban su figura deformada en textos de otras épocas.

 


Papeles murales y tapices. Gustavo Barrera y Enrique Flores. Ripio Ediciones. Santiago, 2007.