BAGUAL, de Felipe Becerra Calderón

EL HORROR, EL MIEDO… PESE A TODO

 

El siguiente fue uno de los textos de presentación de esta novela en el bar Thelonious de Bellavista, Santiago, el 5 de diciembre de 2008 a las ocho de la noche.

 

Leí por primera vez este libro en el marco del concurso de narrativa Roberto Bolaño hace unos años y de inmediato aposté por él: un anillado de fotocopias de autor desconocido que terminó llevándose el primer premio por unanimidad. Bagual, la primera novela de Felipe Becerra, genera una atmósfera especial. Hay un permanente juego con lo fantástico, un nivel de fantasía que nos hace tambalear la ilación de la narrativa porque sus personajes dicen, hablan, se exponen a través de ensoñaciones, delirios, alucinaciones perturbadoras. La locura es, de algún modo, una zona de tránsito recurrente en este texto, que opta por lo coral, por una pluralidad de voces cuya intermitencia permite instalar un perspectivismo confuso y aterrador. Es el miedo o el Horror, con mayúsculas, lo que cruza la novela de principio a fin. Un terror instalado en la vida diaria de estos personajes: Carlos Molina, el teniente de Carabineros de Chile que trabaja en un retén de Huara y su mujer, Rocío, ex estudiante de medicina en la universidad de Playancha (sic). Mientras Carlos parece matar el tiempo escribiendo, primero en el libro de guardia para luego ir progresivamente ampliando los soportes de su escritura a diversos formatos, emergen las alucinaciones; mientras Rocío, por su parte, sueña y vive atormentada por su pasado, especialmente por las voces, por aquella maraña de niños que la habitan y confrontan con sus heridas. Carlos y Rocío comparten un extraño territorio de desacomodo cotidiano que, a la vez, es profundo, lleno de ecos que los desorientan. Ellos son dos seres tremendamente solitarios, ensimismados y subsumidos por el horror.

              El aire enrarecido del norte chileno en el año 1980, en plena dictadura, adquiere en este relato una significación poderosa. El silencio, la sequedad, los poblados fantasmáticos y sus habitantes silentes cumplen una función protagónica. Es un territorio maldito, que oculta cadáveres, cuerpos asesinados sin identidad, una suerte de empampados desperdigados que claman por hacerse oír. Quiero destacar este aspecto del volumen. Leo acá un cruce con el destino no resuelto de los Detenidos Desaparecidos. El cuerpo y sus implicancias políticas son aquello que Felipe Becerra instala en su relato. Cuerpos que esperan ser encontrados, que necesitan aparecer aunque la historia nacional de alianzas los olvide, los tache, los elimine.

              La narración de Mario y Rocío tiene un contrapunto: la voz de unos niños que llaman a Rocío “mami” y se dirigen al lector como a un “amigo”, que señalan que su relato es un “canto” sobre la historia de la mamá, el “declive” de su mami; un declive que ellos denominan “podredumbre”. La voz del niño que habla en plural remarca la inutilidad de hacer el relato pero que es su última esperanza, “un canturreo que arde”, la grieta que les permitirá escapar del desconocido espacio “sin nombre y sin orillas” en el cual habitan. La voz de los niños está en la cabeza de Rocío, es su culpa y su memoria y su miedo y su confesión. Son los niños quienes nos llevan al momento en que surge el horror de Rocío y en que ellos se gestan durante el año 1978: la autopsia y luego la macabra secuencia en que cincuenta y tantas cabezas que disectaban los estudiantes de medicina desaparecen de sus salas y emergen en las piscinas del subterráneo universitario.  El horror, el dolor, la locura se come a Rocío, estas voces, estas bullas la torturan día a día mientras ella persigue a un niño que una y otra vez se le escapa.

              La escritura de Becerra intranquiliza, establece un pacto con la memoria colectiva, lo cual teóricamente se lee como literatura postautónoma, como aquella literatura que se cruza con lo no ficcional para luego literaturizarlo. Es una suerte de ajuste de cuentas con la historia oficial o jaqueo a la reconciliación, en la medida de lo posible. Rocío y Mario son víctimas, acusan los ecos de una guerra, viven en plena dictadura. La figura del Dr. Destino o Dr. Tormento, que utiliza sus técnicas hipnóticas para obtener la verdad de los detenidos por la represión, constituye una marca evidente del diálogo con el contexto histórico que el libro instala. Qué es lo que queda fuera del registro historiográfico y qué acoge la literatura, qué es lo que se niega, lo que se oculta, lo que se olvida: dos personajes aparentemente comunes que encarnan el miedo, que son consumidos por el horror. A través de una trama sutil, cargada de lirismo, y de un lenguaje que no teme a marcar la diferencialidad latinoamericana, se desautoriza la articulación épica, la dimensión heroica, permitiendo una visibilidad donde la razón se desboca y el límite entre la realidad y la ficción se fractura.

              La novela se abre y cierra con la voz de los niños o del niño, es decir, del miedo que asume un habla confesional; sin embargo, al final la escena es distinta. Sus voces se han apoderado del relato anunciando la catástrofe definitoria. La figura del Cristo muta en una bestia diabólica, tal vez el orden patriarcal que la exilia. Nuevamente estamos ante una intención de subvertir un orden: esta vez el de la religiosidad. Ya no hay mito ni divinidad posibles que amparen a Rocío, porque es culpable y no tiene perdón. Becerra integra una nueva línea de análisis. La figura femenina es el símbolo del abandono definitivo aun cuando concita la imaginería mariana. En términos de crítica de género, podríamos apuntar que se configura la imagen de un sujeto al cual lo androcéntrico le quita lugar. No hay sitio ni redención posible desde el poder masculino para la mujer y Rocío debe, deberá construirse o destruirse en la más plena de las soledades a través de prácticas o rituales que le permitan articular la culpa y el horror.

              Felipe Becerra ha escrito un libro que evidencia un trabajo complejo y riguroso a nivel de montaje, entrecruzándolo con una discursividad preocupada por las dimensiones políticas del hacer literario. Por ello se escapa de las superficies lisas y explora minuciosamente la intimidad perturbadora de sus personajes, instalando una visión particular sobre lo real, situándose en un lugar en el cual se conectan arte y realidad, y donde además se privilegia la comunicabilidad y la reflexión en torno al concepto de víctima.

              Lo más complicado para un narrador joven es salir del territorio de la juventud, de aquella violencia simbólica que demarca temáticas y formas ligadas de manera naturalista a la edad. El onanismo llevado a la literatura nos circunda en un afán por convertir en espectáculo el oficio de escritor y de escritora apoyados siempre en la patota. Por suerte, Felipe se escapa de esta moda; deseo, quiero, en fin… quizás, espero que así sea, porque la escritura se sostiene sola o desaparece, como le sucede a Rocío, sin necesidad de padres o padrinos con las neuronas temblorosas. Bagual es un libro que va más allá de la inmediatez, que podría llegar a sobrevivir porque privilegia la memoria, la historia, el complejo universo de horrores que guarda nuestro inconsciente y que sólo puede explotar mediante la palabra, la escritura. El panorama narrativo chileno está mal, la lectura de cada nuevo libro es casi asumir una derrota; es por ello que me parece importante destacar este primer libro de Becerra, que parece alejarse del club de los debutantes insufribles que creen en la posibilidad de definir la literatura y reducir su universo temático a la metaliteratura de fin de temporada. Bagual es un volumen que revela una preocupación por la estructura, que permite reflexionar sobre algo que va más allá de la contingencia desde la misma contingencia, salir de la órbita bloggera, entusiasmarnos porque todavía puede ser posible que la narrativa asuma algún rumbo estética y políticamente valioso.

 


Bagual. Felipe Becerra. Editorial Zignos. Lima, 2008.