Tras dos páginas en blanco, como las solapas del volumen, Título comienza. Lo que sería la página cinco tiene, arriba a la derecha, la palabra “capítulo” en la misma tipografía de la portada y contraportada. Luego hay dos frases: “El día de mi cumpleaños”. Punto aparte. Se salta un renglón y: “Nada ha comenzado este día”. (Los lectores perspicaces ya habrán decidido que este es un libro que juega con las convenciones, donde debe ir el título no hay más que, literalmente, esa palabra, donde debe iniciarse el relato se declara que “nada ha comenzado”). Pero hay ya un personaje, un narrador en primera persona. Y, una vez introducido un personaje, en cuyo cumpleaños estamos (el protagonista, un marco temporal), tenemos una situación, la descripción de un espacio que incluye el testimonio material de unos acontecimientos: “Lo único que hay en mi escritorio es un sobre con mi nombre en el exterior, un nombre que desconozco. En su interior hay una hoja escrita a mano que dice que he perdido a mis dos hijos y que si sigo las instrucciones podré recuperarlos, aunque no se me indica cuándo. El problema es que yo no tengo hijos”. La última frase convierte lo que parecía ser un relato policial o de suspenso en un problema. Si este libro fuera una novela de verdad (bueno, digamos mejor una novela convencional, no quiero herir sensibilidades ni sugerir que el autor esté estafando al lector que de buena fe compre este libro creyendo que se trata de una novela, digamos, para llevarse a la playa el verano o para leer en las noches de invierno antes de acostarse, frente a una chimenea donde troncos crepitan… Aunque, por cierto, un lector que no advirtiera que hay algo sospechoso en este libro mirando su portada se merece el fiasco).
Podría uno seguir página a página comentando las maneras en que el libro de Cussen le hace breves reverencias a las convenciones novelísticas y luego las defrauda, desplaza o parodia. Este lector, impaciente tras algunas páginas, saltó en vez al capítulo final, donde se lee: “El día de mi cumpleaños”. Y, tras un renglón en blanco: “Nada ha comenzado este día”. Lo que sigue no es igual al capítulo inicial; la última frase del libro es “Mi nombre una vez nacido y dos veces muerto”. A estas alturas, aunque algo desilusionado por la falta de un relato como Dios manda puede decirse, complacido en su propia perspicacia “ah, se trata de un poema”, y en alguna medida estaría en lo cierto, no tanto por los varios pasajes poéticos del libro, dispuestos como versos en letra negrita en la página siguiente a cada capítulo (por ejemplo, “Hace años me regalaron dos semillas que puse en mis manos. / Nunca volví a abrir las manos. // El viento jamás ha dejado de susurrar sus nombres, / y es por eso que he llegado a olvidar el mío. // El otoño sólo existe cada vez / que he olvidado estas semillas”), y que me parecen más bien lamentables como poemas (asumo que el autor lo hizo a propósito, si alguien reclama probablemente alegue que son parte del relato, como los poemas de dudosa calidad que escribe Stephen Dedalus en el Retrato de un artista adolescente –guardando ciertamente las distancias, convendremos); lo que tiene este libro de poema es que está pensado menos como un relato en el que ciertos personajes pasan de la felicidad a la infelicidad o viceversa, menos como un entramado de cosas que ocurren contadas en algún tipo de orden que como una figura textual dispuesta en sucesión pero destinada a contemplarse como forma recurrente. Me explico: cada capítulo se inicia con algunos párrafos en primera persona donde, en un registro parecido al de un diario de vida, se anotan sucesos y reflexiones relativamente intrascendentes. Cada una de estas páginas con tres párrafos se inicia con la palabra “Hoy”, seguida de un párrafo que comienza con “este café” y otro que comienza con “Cada vez que he tomado este café”. Luego, en la página siguiente, hay dos párrafos, el primero de los cuales se inicia con las frases “Es la hora del ocaso y salgo de mi casa. Recojo la carta que ha dejado el cartero. En su exterior aparece el nombre de otra persona. La abro y leo un texto mecanografiado que dice…” (lo que sigue es diferente cada vez); y el segundo con “Comienzo a caminar” (seguido por diversas peripecias, si se pueden llamar tales). Al pie de esa misma página, en cursiva, hay siempre un párrafo en futuro y tercera persona, que describe lo que hará una persona al entrar a un lugar determinado (una zapatería, una panadería, una farmacia, una agencia de viajes, una agencia (?!) de correos), seguido en la página siguiente por un retorno al relato en primera persona, tres párrafos cada vez donde se detalla un diálogo (que, como los señores oyentes sospecharán ya, tiene una estructura recurrente que me ahorraré describir en detalle para no exasperarlos y para no matar del todo el suspenso que le aguarda a quienes quieran aventurarse en este libro tras leer esta reseña). Este tipo de estructura recurrente no es sólo una propiedad posible de los poemas o de la música (digamos un rondó, un tema con variaciones, una fuga), sino un rasgo típico de los cuentos infantiles, y es por momentos un placer parecido al de los chistes o trabalenguas el que uno encuentra en este libro de Cussen. No se trata, por cierto, sólo de una broma elaborada, trabajosa y no poco intelectual (ejecutada, hay que decirlo, con finura): uno podría buscar en el libro una serie de temas profundos (la muerte, la soledad, el tiempo, la alienación respecto al propio nombre, el desencuentro con los demás), pero me digo que el formato los convierte intencionalmente en signos planos, desprovistos radicalmente de hondura (“La profundidad hay que esconderla. ¿Dónde? En la superficie”, eso es Hofmannsthal). ¿Cuál es la lección de un ejercicio de este tipo, su propósito? Por una parte, podemos tomar como moraleja la lección de que la literatura como la entendíamos hasta ahora se ha vuelto imposible en nuestros tiempos: ya no tiene sentido contar o cantar historias y sólo podemos reflexionar sobre la imposibilidad de hacerlo. Algo de esto, creo, hay en el libro, pero sospecho que el autor no se toma taaaan en serio (no podría asegurarlo). Uno podría decir también que el libro funciona enfrentándonos a nuestro deseo de un relato convencional y, al frustrarlo, ayudándonos a conocernos, enseñándonos cuán vacío es nuestro afán de que una novela tenga principio, medio, fin y moraleja más encima, recordándonos que la literatura es, ante todo, un juego inútil, algo así como una partida de ajedrez o combate naval, un sistema con reglas sin más propósito que distraernos por un rato. Creo que este tipo de lectura está más cerca de las predilecciones del autor (a quien recuerdo haber oído hablando de Huizinga y la literatura), y quien haya leído sus libros anteriores reconocerá en esta disposición un rasgo de su estilo (si se puede decir que lo tenga quien deliberadamente evita repetir sus procedimientos). En ese sentido, uno podría decir que hay más material novelesco en el libro anterior del autor, que se ofrecía como poema, que en éste, que se nos vende como una novela, disponible en las mejores librerías del país, pero que sea tal vez el mejor de sus poemas hasta ahora. Confieso que hay aquí un punto que me inquieta y me molesta. Me parece perfecto concebir a la literatura como un juego, pero tal como señala Huizinga (¿o es Caillois?), un juego se arruina en el momento en que uno de los participantes decide no tomarse en serio sus reglas, haciendo trampa o sencillamente declarando que le da lo mismo perder o ganar: siento que hay algo de eso en la actitud de Cussen por momentos, no tanto en sus siempre cuidados formatos sino en el hecho de que pareciera siempre reservarse, ocultarse, tratarlos como convenciones sutilmente cuestionadas más que como formas en las que uno se vierte, limita y, en suma, muere al congelarse en un producto material (cf. Hegel, Fenomenología de espíritu et al, cf. también Leiris sobre la tauromaquia). Pero esto ya es asunto para conversar más detenidamente, y ya este texto se alarga demasiado. Esto no es una reseña.Título. Felipe Cussen. Libros de la Elipse. Santiago, 2008.