HASTA DÓNDE SE PUEDE TENSAR UNA CUERDA
Quisiera decir que me siento a escribir acá mientras leo El mito y la sombra como si interpretara con un arco y mis propias cuerdas sus fragmentos de la biografía imaginaria del chelista Matías Heusler, pero –así como el niño que se ve a sí mismo peinado y en traje de gala la primera vez ante un público serio va a estallar en carcajadas mientras hace la reverencia y no puede, no podrá nunca hacerlo y transformará esa distancia en melancolía– eso sería fingir una solemnidad que, paradojalmente, se hace grotesca desde que la literatura está hecha de palabras escritas, impresas, puestas al alcance de una multitud alfabetizada que –a diferencia de las pocas personas que son capaces de participar de la abstracción del pentagrama– hace con ese libro lo mismo que con la revista cada vez que van al baño, o cuando les han dejado en un papel –o en un mensaje electrónico– un recado desde la verdulería, o anotan en el muro de la vía pública cuánto detestan y adoran a alguien: leen cotidianamente, hacen las relaciones de un hecho escrito con otro, se cuentan cuentos. El mismo Armando Roa Vial, autor que explora esta posibilidad de comparación, sabe que los términos de la música y la literatura no son idénticos, por eso agrega un subtítulo a su libro: “Bocetos de un asedio imaginario a Matías Heussler”. Nada en nosotros es simétrico, pero por alguna razón podemos encontrar simetrías donde sea que vayamos; tan difícil es entender las convenciones de la música, de la lectura, de la observación cotidiana de los cuerpos, el roce de una cuerda con otra y la necesidad de creer que ese sonido forma parte de una figura comprensible a los oídos de alguien más si uno no puede. Se trata de una paradoja –la de Pascal–, no el presupuesto de que existen los genios, la idolatría de creer que hay una persona mejor que otras, esa necesidad del romanticismo que mal aplicada en la pedagogía, en la cultura popular y en la administración pública terminó con dos guerras mundiales y el imperio de la economía política; la paradoja de que la música sea una experiencia plena aunque fugaz, que en cambio la literatura permanezca un poco, cada vez más en aquellos que encuentran su propia manera de leer y los fragmentos adecuados. Por eso el contraste entre el título y el subtítulo del libro de Roa, que tan bien como intuye la necesidad de esbozar lo que no puede ser terminado –una sombra nunca tiene detalles– equivocadamente busca asediar al genio, construir un mito lírico llamando la atención sobre la calidad única del timbre de su instrumentoen vez de dejar que el tiempo lo confunda, que su relato se haga parte de la sala, del parlante o los audífonos o del ruido de la calle en un relato igualmente armónico. “El que sabe de música no sabe nada de música”, escribe el personaje en uno de los pedazos de su diario como si no escribiera, y sin embargo pocas páginas después, en el espacio de una entrevista trascrita, la paradójica voz del músico es reproducida por el ejercicio periodístico para que se haga nítida artificialmente en la discusión de si las aglomeraciones de sonido, si las cuartas aumentadas, si Bartok y Shostakovich son insuperables o si el mejor criterio musical es el buen gusto personal.
Y uno busca las indicaciones que el autor ha dado para interpretar sucesivamente la verborrea teatral del cuento que cierra este libro, la citada entrevista, la serie de testimonios intercalados que construyen la biografía de un personaje que dejó las salas de concierto y los estudios de grabación para retirarse a una casa frente al mar, pero solamente en los fragmentos póstumos de su diario íntimo se asoma esa distinción pasajera que quisiera imaginar que se plantea un músico antes de serlo, antes de que se nos ocurriera relacionarnos con las cosas a través de un instrumento, de una técnica, de una tradición con la que obtener sonidos distintos a los que salen de esta lengua y estas palmas y por los orificios del cuerpo: la certeza de que si interpretamos desde el prejuicio y el remedo nadie más se escuchará a sí mismo en lo que está escrito y sólo tendremos la voz vacía de quien satisfecho de sí mismo ha perdido la oportunidad de pulsar con otro una cuerda de sonido permanente y singular, una melodía cuyo ritmo sea diferente al del reloj. Ante la falta de generosidad del músico o del escritor que confunde mutismo con silencio es mejor escuchar a Eckhardt: “si oír supone el tiempo, oír a Dios no es oír nada. No escuches nada. Apártate de la música”.
El mito y la sombra. Armando Roa Vial. RIL Editores. Santiago, 2008.