UNA SÓLIDA BASE PARA LA INVESTIGACIÓN CINEMATOGRÁFICA NACIONAL
En azaroso encuentro en un festival de cortometrajes de Lota, en el 2001, me crucé con Helvio Soto quien, solitario en medio del público que se abalanzaba por entrar al teatro, fumaba un cigarro. Mi interés posterior por su obra fue tal que por empecinamiento de iniciado en la materia quise investigar sobre su cinematografía. Quise entrevistarlo, le pedí su número, me lo dio, pero la muerte lo alcanzó antes. Así todo, seguí buscando. Pocos estudios se habían adentrado en su obra, fue así como en un azar por reflejo investigativo se me atravesó por primera vez Jacqueline Mouesca y su libro Plano secuencia de la memoria de Chile: veinticinco años de cine chileno (1960-1985), que da cuenta de una lúcida panorámica sobre el cine chileno en los sesenta, en palabras de la autora: “como punto de partida de una cinematografía que, por primera vez, trata de recoger de un modo coherente el desafío de mostrarse fiel a una memoria nacional”. La memoria es el motivo que cruza la investigación de Mouesca, motivo que lleva a ese libro a caminar por el cine que se hizo también durante la UP, en el exilio y en dictadura. Toma el pulso de la cinematografía sin intentar hacer historia —como se apura en aclarar ella misma—, pero sí una aproximación, un zoom.
Desde ese azaroso encuentro con Helvio Soto,
que me llevó por interesarme por un cine previo a los años setenta,
cada consulta que quiero realizar sobre el cine chileno me lleva hasta
Mouesca. Sin ir más lejos, al pretender indagar sobre el cine chileno
en dictadura —afuera y dentro de Chile—, consulté Cine chileno: veinte años: 1970-1990. Posteriormente, cuando me interesó hurgar en la literatura chilena que tenía como tópico el cine, llegó a mis manos Cuentos de cine
(Lom Ediciones, 2003), en donde Mouesca hace una compilación de
relatos, cuentos y poemas que giran en torno al cine, escritos y
vividos por autores chilenos como Jorge Teillier, Pedro Lemebel, Darío
Oses e Ignacio Fritz -entre otros- cuyos metaencuadres del cine ofrecen
al mismo tiempo miradas sobre otras realidades, que se mezclan
literariamente, intentando la escritura de imágenes. Ahora, que busco
rastros del documental he sido interceptado por El documental chileno (2005), también de Jacqueline Mouesca.
Más que una ensayista, Mouesca hace de la escritura un documento que se
embarca en un proceso de no olvido, de un rescate que repara en los
detalles y generalidades del cine. La investigadora marca el camino a
seguir para que otros se apoyen en sus textos. Los cauces que abre El documental chileno
invitan —como ella misma comenta en la presentación— “a un público
letrado más o menos amplio [y se configura] como una suerte de manual
introductorio para estudiantes de periodismo y de cine”. Por mi parte,
agrego que su libro es una imagen escrita que estimula a quien se
interesa por caminar en el mundo del cine, en este caso del documental.
Un mérito de este libro radica en el hecho de no incluir imágenes. Uno
se pierde en sus páginas y capítulos diseñando imágenes desconocidas y
recuperando otras que están presentes en el imaginario personal y
colectivo, en la memoria. De esta manera, la palabra recupera la imagen
y llama a interesarse por la que no está. El libro es una investigación
que ofrece luces y retratos escritos de la historia que acompañó y
complementó los inicios del documental en el mundo y luego en
Latinoamérica, para centrarse finalmente en Chile. En este último punto
se detiene la investigadora para sentar un antecedente, como lo es la
fotografía para el documental. No intenta establecer fechas exactas y
muestra posibilidades; vaya un ejemplo de los inicios del cine chileno,
que bien pueden situarse en Valparaíso con Un ejercicio general de bombas (1902), o en Iquique con tres pequeños filmes, entre los que destaca Una cueca en Cavancha
(1897). Mouesca, a lo largo del libro, verá en “las actualidades” y
noticiarios los medidores de la realidad de las primeras dos décadas
del siglo veinte. A continuación repasa cómo la llegada del cine
rotativo acompaña el desarrollo del documental, que sigue filmando el
acontecer del país, como —por ejemplo— el terremoto de Chillán, en
1939. Luego se refiere a los años cuarenta, cuando el cine adquiere una
dirección más institucional con la llegada del gobierno de Pedro
Aguirre Cerda, que lo acerca a la propaganda oficialista. Mouesca
también da cuenta de los siete años de la CORFO como ente de fomento al
cine; en ese entonces, como la misma autora señala, “el país no estaba,
al parecer, preparado para entender lo que era montar una real
industria nacional de cine; [por] sobre todo faltaba claridad en cuanto
al propósito cultural: qué cine era el que Chile necesitaba y de qué
modo implementarlo”. De esta forma, Mouesca va relacionando situaciones
que rodean al documental en distintas épocas del siglo, situaciones que
van desde la misma coyuntura y las políticas estatales, hasta llegar a
los esfuerzos creativos individuales de algunos documentalistas.
Destaca, entre otros, los aportes que significaron para el documental
los trabajos de Patricio Kaulen, Rafael Sánchez, Sergio Bravo y Pedro
Chaskel. También revisa el documental en la dictadura y el exilio.
Tampoco deja de mencionar la importancia de los festivales de cine de
Viña del Mar, tanto del primero —en 1969—, que marca directrices
latinoamericanas, como del tercero —en 1990—, que reencuentra a Chile
con todo el cine que se había producido en los últimos veinte años,
tanto afuera como adentro de su territorio. Hacia el final del libro,
la autora intenta abarcar la amplia producción documentalista que ha
surgido desde los años noventa; producción que va desde la relación de
amor y odio entre el documental y la televisión hasta los trabajos que
se han presentado en los circuitos tradicionales, pasando por los
documentalistas que se iniciaron en la televisión —como Cristián
Leighton. De aquellos documentalistas de los circuitos tradicionales
surge una larga lista de directores renombrados, una muestra fehaciente
de la repercusión del documental, al menos en lo que respecta a su
producción. Más cercano a este último grupo, que he podido revisar a lo
largo de estos años, destaco los trabajos —sin querer abarcar toda la
lista de Mouesca— de Carmen Gloria Camiruaga (La venda) Ignacio Agüero (Aquí se construye), Paula Rodríguez (Volver a vernos), Cristián Leighton (Nema Problema), Betina Petut e Iván Osnovikov (Chi-chi-chi, le-le-le, Martín Vargas de Chile, y Un hombre aparte), Silvio Caiozzi (Fernando ha vuelto),
y muchos más que no he podido revisar, así como otros que no están
incluidos por diversos factores, como por ejemplo los realizadores de Actores secundarios, lo que tal vez se debe a su tardío estreno respecto a la investigación realizada por Mouesca.
Para cerrar, subrayo que este libro es un documento que permite dejar
patente una aproximación a la historia de la cinematografía documental
nacional, que no muchos pueden plasmar y lograr con la pertinencia,
didáctica y precisión de Jacqueline Mouesca. El documental chileno es un aporte a la investigación de la imagen, de la memoria nacional y de su cine.
EL DOCUMENTAL CHILENO. Jacqueline Mouesca. Lom Ediciones. Santiago, 2005.