En medio de una realidad marcada por la velocidad informativa en cierto modo maníaca o mediática, que junto con revelar va velando precisamente aquello que ilumina, se percibe la trama inteligente en la que se tejen los hilos de una dominación sostenida por un neoliberalismo voraz.
Mónica Ríos, novelista y crítica literaria, reside en Nueva York, un intenso e interesante centro metropolitano pero que, sin embargo, forma parte del país no solo del famoso pato Donald sino además del empresario Donald Trump, que en estos días batalla por su candidatura nada menos que a la presidencia de los Estados Unidos y funda su política –y esto es significativo– en lo políticamente incorrecto. Más allá de que en el futuro se le recuerde como una mera anécdota política, Trump vacía su aversión por el mundo mexicano y por extensión latinoamericano que, desde su perspectiva, está formado por traficantes y violadores. Incrementa su campaña denigrando de manera incesante a las mujeres como también dispersa asombrosas ofensas al mundo afroamericano. Así, lo políticamente incorrecto consigue día a día crecer en encuestas que muestran y demuestran la violencia en la que se organizan hoy masivamente las subjetividades.
El pato Trump propone (otra vez) una muralla para detener la masividad de la migración. Así el vértigo y el desplazamiento que caracterizan al capital globalizado, que pasa las fronteras a la velocidad de un rayo, muestra su arista más hostil ante los cuerpos que legítimamente aspiran a ocupar territorios en un mundo que también debería pertenecerles –es un decir– globalmente. Así el pato Trump, un aventurero político bizarro, abre una caja de pandora que permite atisbar lo multitudinario de un mundo fundado en exclusiones de carácter radical.
Y hay que considerar el movimiento de cientos de miles de refugiados y migrantes de Asia y Africa que buscan ingresar a Europa, como resultado de la pobreza o de un escenario bélico propiciado precisamente por Europa y Estados Unidos. Refugiados y migrantes que se enfrentan al naufragio, la muerte y la hostilidad en realidades sociales fundadas en un individualismo con características deshumanizadas.
Pero también tenemos que pensar en el Chile de Mónica Ríos, su país de origen, un país-boleta que muestra no solo cómo y en cuánto fluye e influye el dinero que posibilita el financiamiento político por bajo cuerda. Una boleta-país que es especialmente una forma de inversión ultra rentable para favorecer los nichos de riqueza sostenidos en una impresionante desigualdad que representa el flagelo chileno no solo más pernicioso, sino también el más peligroso.
Sólo que ese dinero que circula por bajo cuerda ilegal proviene de los espacios más conflictivos del espectro político-económico, como es la relación entre despojo, corrupción y dictadura, hasta llegar al mismísimo Pinochet a través de su yerno (no se puede aislar el uno del otro). Entonces está la apariencia del rechazo frente a la crisis de derechos humanos vivida en Chile, pero lo más –no sé cómo decirlo– repudiable es que en algunos casos esas boletas se han transformado en soportes políticos de la izquierda. Pero los tratos y contratos ponen de manifiesto la sostenida sobrevivencia de la máquina destructiva Pinochet como signo de la riqueza local. Y la clara servidumbre política de los representantes públicos que permiten, aumentan y consolidan la desigualdad al favorecer, desde el Congreso, la concentración de la riqueza.
Desde luego no estamos en el peor de los mundos (me refiero específicamente a las guerras) pero, como siempre, se trata de pensar y repensar aquellos espacios más vulnerables y vulnerados para escamotear así los signos bajo los que busca atraparnos la hegemonía. Una hegemonía fundada en férreas clasificaciones ligadas al consumo y al consenso y que, en su parte más hostil, busca romper comunidades diversas para amparar en cambio individualidades aspiracionales y trepadoras. En suma, bajo el prisma de una aparente democracia se reitera la búsqueda incesante de jerarquías que, como lo señala Etienne Balibar, consolida la desdemocracia que caracteriza al neoliberalismo.
El ámbito literario –como todos– replica estas prácticas. No podría ser de otra manera, porque se trata de las ordenanzas que rigen los tiempos. Sin embargo, la literatura (exceptúo acá a los bestsellers) es una sede de negocios pequeña, aunque replica la condición cultural impuesta por la normatividad económica –dineros, boletas y tráfico de influencias literarias. Pero la literatura se mantiene en espacios periféricos y cuando ingresa de manera lateral a los centros lo hace casi de forma ornamental, decorativa.
En ese sentido contamos con el mérito o la desgracia de habitar las zonas menos –es un decir– rentables del aparato social. No niego el impacto mítico o la estela retro que generan las editoriales, agentes y traducciones pero, desde una perspectiva digamos real, lo literario gravita en un ámbito de mínima intensidad. Por otra parte, siempre han existido, más que influencias, modas literarias dictadas especialmente por los paradigmas económicos-culturales que promueven las grandes editoriales, los suplementos literarios, entre otros, pero también –cómo no– las no modas o las escrituras incómodas. Sigo pensando de manera irrestricta en la diversidad literaria; cada persona escribe, desde luego, lo que quiere o lo que puede, sin embargo en el interior de esa diversidad existen opciones estéticas que con mayor o menor ímpetu permiten intensificar el «campo literario», como diría Pierre Bourdieu.
En el actual escenario el escritor, y como sombra algunas veces molesta la escritora, carece de un lugar sólido como referente social que no sea el chisme mediático o la ocasional mención winner que el sistema celebra. O, para señalar un ejemplo ineludible, la revista Hola española le dio una renovada cobertura y mucho más visibilidad global posnobel a Mario Vargas Llosa, pero solo en tanto otoñal latin lover o “señor Presley”. Chile, en general, ha estado atravesado por, como diría Faride Zerán, «guerrillas literarias», un conjunto de egos que han estallado o se han estrellados por el deseo de ser el primero o el único, centrados, desde luego, en la figura ya demasiado monótona del escritor, nunca la escritora, por supuesto. Ese campo de batalla continúa su impasible curso en los pequeños espacios que la literatura ocupa, unas batallas cada vez más desgastadas o degradadas porque develan lo imposible: el deseo de lo único y lo primero en una atmósfera sin un ranking real como no sea la actualidad ultramediática. Desde mi perspectiva, la literatura no tiene metas como no sea la escritura misma, y es solo el libro el que debe resguardar su prestigio en el incesante trabajo con las estéticas. Lo demás es ingenuo y, en cierto modo, anacrónico.
La novela de Mónica Ríos, Alias el Rucio, me encuentra justo en un momento crítico en que me desplazo de un lado para otro, un momento que me impide leer en el sentido más riguroso del término. Sin embargo, no quise restarme de este acto por mi pulsión a conformar una comunidad literaria en un sentido amplio, diverso, que resguarde las diferencias dejando de lado la arista destructiva que caracteriza una parte de nuestro presente. Por ese motivo sólo me ha sido posible acotar los aspectos generales que, desde mi perspectiva, estructuran el texto.
Alias el Rucio busca incansablemente configurar la muerte a partir de un conjunto de mediaciones. A medio camino entre el perro y el animal, entre la taxidermia y las prácticas de desmembramiento, se entiende que en el centro de un relato –que obtura de manera intensa su propia trama– algo o alguien ha muerto.
Mediante el desplazamiento de las posiciones y disposiciones del narrador se tiende una red de imágenes y de fragmentos que, en definitiva, apuntan al establecimiento de un guión o a la preparación de una pieza audiovisual manejada por un conjunto que expertos que mutan, se travisten, indagan roles, mantienen perfiles, trazan los fragmentos de un noticiario inacabado. En suma, novela de mediaciones.
A la manera de un guión que se escribe de manera multiforme, se organiza como audiovisual, como sala de autopsias, embalsamamiento. Así el texto de manera simultánea opera como novela, film, ensayo, relato cifrado. El texto busca el vaciamiento de la trama para privilegiar en cambio el escenario del lenguaje literario a partir de la intensidad y la densidad de las técnicas, fundamentalmente el o los narradores y sus posiciones y disposiciones. Ese es el espacio para extender un escenario de muerte fría, examinada no sólo en tanto material informativo sino además aséptico. Mónica Ríos consigue mantener esa imagen que se va desplazando de capítulo en capítulo, apelando a diversos operadores.
El narrador o los narradores despliegan su poder –el poder del texto– mostrando los atisbos de poder de otras figuras que son nombradas por su oficio, y desde ese oficio por su rango. Nada es estable, como no sean las vueltas del narrador o de los narradores que en su conjunto constituyen el centro de la novela. Una novela que se desea escritura de una novela que se escribe mediante los poderes conferidos por las técnicas literarias; unas técnicas que hablan sin cesar de la muerte visual del animal humano que en realidad somos cada uno de nosotros, sus lectores.